Hace algún tiempo leí en un libro dos frases que me parecen vienen mucho al caso con la esencia desde donde quiero abordar el tema que hoy trataré, se las comparto:
- Así como el hablar imprudente conduce al error, también el silencio imprudente deja en el error a los que tendrían que ser instruidos; y la segunda es
- Debemos evitar el escándalo. Pero si el escándalo se produce por la verdad, antes que abandonar la verdad se debe permitir el escándalo.
-Gregorio Magno-
El analfabetismo sexual no es otra cosa sino ignorancia de la propia materia. Las principales causas de porcentajes acerca de cuántas adolescentes al año se embarazan “por descuido”, o la cantidad de hombres y mujeres que se contagian con una enfermedad de transmisión no se deben, en su mayoría, a esta ignorancia, son más de otro tema que tocaremos otro día: irresponsabilidad sexual. Otros problemas más comunes como: baja autoestima, represión, discriminación sexual, se deben a no saber el qué, cómo, cuando, dónde, por qué y para qué del sexo, la sexualidad y las relaciones que hay de por medio.
Me parece que esta ignorancia, en pleno siglo XXI (aunque nos cueste creerlo), no se debe sino a dos principales factores: el escándalo y la imprudencia.
Escándalo (impulsado, en gran parte, por la idiosincrasia religiosa, regional, étnica, familiar, etc.). Cuántas veces en la cama estoy preocupada(o) por no hacer una nueva posición para no sentirme una “cualquiera”, vestirme en cierta forma para que no me “vean mal”; aún hoy, es considerado en muchos lugares una falta de urbanidad utilizar en una conversación algo tan común como las palabra pene o vagina.
Imprudencia en nuestra instrucción humana, porque aceptémoslo, no sólo nos cuesta educarnos: no nos gusta recibir educación e impartirla. Un ejemplo de esto sería el siguiente: cercana a los 20 yo ya había tenido 1 novio. Cuando estaba flirteando tiempo después con otro chavo, me sorprendió que luego de habernos besado un par de veces me comentara que no sabía besar. -¿Por qué lo dices?- le pregunté, me dijo que ponía los labios muy rígidos. Admito que en el momento me indigné, de hecho, me ofendí (cabe destacar que con él aprendí muchas cosas y a partir de ese momento procuré relajarme más y hacer del beso un momento suave y placentero, no sólo un signo de intimidad). Bueno, la historia continua, porque mucho tiempo después me encontré saliendo con un hombre que ponía los labios, no duros, ¡durísimos! La experiencia de besarlo era como cuando intentas meter una cuchara llena de medicina a la boca de un niño enfermo. Cuando le comenté lo que me inquietaba se sintió ofendido en su virilidad, se fue y no volví a verlo. En pocas palabras, no quiso recibir el dulce bálsamo de mis besos en la enferma represión de su boca tiesa -si no me echo flores yo, nadie más me las echará-.
Queridos lectores, no sólo me gustaría hablar del origen de las causas, sino también de sus posibles soluciones, pero eso tendrá que ser en otra ocasión…