La verdad más poderosa de la experiencia amorosa consiste en su posibilidad de transformarnos. Su existencia nos permite desde superar heridas pasadas hasta desarrollar nuestro potencial humano al máximo. Bueno, esto si estamos hablando de construir un buen amor, lo cual toma tiempo, algunas caídas, y mucha experiencia asimilada que nos vaya acercando a la madurez.
Un amor lo suficientemente bueno es aquel que es sólido en su unión sin que se deteriore con la individualidad. Muchas veces este balance no es entendido debido a las ideas sobre el amor romántico que prevalecen en nuestra sociedad. El amor como concepto que circula en canciones, revistas, películas y novelas, exalta el ideal de fusión y de completud.
Por otro lado, los vínculos humanos se han fragilizado gracias a la tendencia a la fugacidad, la superficialidad y la falta de compromiso. La ideología consumista provoca que el amor parezca un consumo guiado por lo que vemos en las redes sociales, una necesidad de conexión y posesión más que de relación. Este tipo de amor es una simulación de un eterno presente que se sustenta más en el “aglutinamiento” físico y emocional, que en la genuina intimidad, sustituyendo la mutualidad necesaria entre los amantes por una rígida y pesada codependencia.
En las relaciones amorosas que se viven desde nuestro ser adulto, el “nosotros” coexiste con una individualidad íntegra. Ambos danzan de manera dinámica y fluida ya que esta experiencia nos lleva a integrar en cierta forma al otro, a que su cercanía sume a nuestra vida, a transformarnos a través de él y por él, y al mismo tiempo, a seguir diferenciándonos uno del otro para no renunciar a ser nosotros mismos.
Este pasaje de “El Profeta” de Gibran Jalil describe de forma maestra, precisa y bella el complejo equilibrio entre intimidad e independencia:
“Amaos uno a otro, mas no hagáis del amor una prisión.
… dejad que en vuestra unión crezcan los espacios.
Y dejad que los vientos del cielo dancen entre vosotros.
Llenaos mutuamente las copas, pero no bebáis sólo en una.
Compartid vuestro pan, mas no comáis de la misma hogaza.
Cantad y bailad juntos, alegraos, pero que cada uno de vosotros conserve la soledad para retirarse a ella a veces.
Hasta las cuerdas de un laúd están separadas, aunque vibren con la misma música.
Ofreced vuestro corazón, pero no para que se adueñen de él.
Porque sólo la mano de la Vida puede contener vuestros corazones.
Y permaneced juntos, más no demasiado juntos:
Porque los pilares sostienen el templo, pero están separados.
Y ni el roble ni el ciprés crecen el uno a la sombra del otro.”
Que así sea…
Tere Díaz
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