En la mayoría de las especies de mamíferos, las hembras cuidan de sus crías de una forma tal que su relación con la madre es el vinculo indispensable, sin el cual es casi imposible que sobrevivan. En este sentido, la madre renuncia a su ser para entregar su energía y su cuerpo, pero no necesariamente sacrifica su vida misma.
Entre los seres humanos, ser madre no es un acto confinado a los instintos y a la pura conservación de la especie. También es un hecho moral regido por reglas y convencionalismos establecidos por la cultura, existen, además de los actos instintivos, las actitudes aprendidas como “deber”, o como “buenas”. Y, no sólo existe la madre, sino la “buena” madre, que es aquella que “nos ama aún antes de conocernos”; expresión del amor materno incondicional, ciego y generoso. El amor incondicional (¿puede haberlo?) es grandioso por improbable: es un mito.
Aprendemos este mito desde la infancia y lo reforzamos a lo largo de nuestra vida mediante la televisión, el cine, la radio, las revistas, la escuela, la iglesia, la familia, hasta que se convierte en un componente fundamental de nuestra realidad.
El modelo de amor materno no surgió directamente de las relaciones entre hijas/hijos y sus madres, es – sobre todo- un invento colectivo de nuestra cultura, destinado a guiar o amoldar las relaciones entre prole y madres en la vida real.
En este contexto, las celebraciones por el día de las madres fácilmente se convierten en un rito sensiblero que tiende a obscurecer un aspecto que debe ser sometido a crítica: la maternidad, ya que tal como la representa el mito prevaleciente, implica para la madre una vida limitada, de entrega total e incondicional al desarrollo de vidas ajenas a la suya. El hecho de que en nuestra sociedad, ser madre exija de la mujer un altísimo grado de renuncia a sí misma, provoca que la mujer termine por diluirse en el mar de necesidades y requerimientos de los hijos y las hijas. Pero, ¿debe ser así?,
En la mente colectiva se ha creado una imagen, un modelo de lo que “debe” ser una “buena madre”: la abnegada y generosa, la que ama sin condiciones, sin quejas, la que es comprensiva, amigable, “el consuelo de todas mis penas y la cuna de amor y verdad” (dice “El Príncipe de la Canción” en una de sus interpretaciones).
El modelo “moderno” de madre, data de los años ochenta y noventa, una madre que ya no es anciana, ni sufrida, ni tan abnegada, a quien ya “se le permite” usar pantalón y es madura, dinámica, comprensiva y amiga. Pero el modelo no ha cambiado del todo, pues aún exige entrega total, nunca sabemos qué hace la madre cuando no es madre. La madre sigue hundida en el mar de necesidades y requerimientos de su prole: sigue viviendo a través de esta.
En la realidad hay una gran diversidad de formas de ser madre, y no podemos asegurar que el amor de la madre sea algo innato, algo dado de antemano, algo que debe ser. Los modelos pretenden callar, por ejemplo, la “rebeldía” de algunas madres que no sienten amar a sus hijos, por que son producto de un embarazo no deseado (por ejemplo). Por otro lado, existen las mujeres que no conciben otra forma de ser, de realizar su vida, sino a través de la maternidad.
¿Alguien tiene la razón? No lo sabremos de cierto, un extremo y otro –así como las opciones intermedias- son posibilidades entre las que cada mujer elige, según sus valores, sus ambiciones, su conocimiento o su ignorancia.
En todo caso, el amor materno sólo puede ser único, singular, no puede ser un modelo, es construido entre la madre y su prole en particular, no necesariamente “debe” obedecer a un modelo impuesto por las estructuras sociales o por la tradición. Y, lo más importante, aceptar que no puede ser amor un vínculo que anula a la madre para que el hijo o la hija pueda realizarse.
Además, no tendría por qué ser sólo el amor de madre el pilar del desarrollo de la familia, sino el amor de cada integrante de esta, incluyendo por supuesto al padre quien cada vez participa más en la crianza en las familias tradicionales y no tan tradicionales.