Contrario a lo vivido cotidianamente durante muchas generaciones, hoy en día la toma de conciencia en los padres y madres de familia, en relación a la importancia de la infancia como etapa decisiva para el desarrollo integral de la persona humana, es promovida, difundida y enseñada. Sin embargo, este giro en la manera en que vemos a los pequeños está acarreando, como consecuencia inesperada, que estemos creando generaciones de futuros adultos con sobreprotección.
Hace tan sólo un par de siglos, el apego a los hijos se daba hasta que transcurridos algunos años de vida de los mismos, los padres “se aseguraban” que habían sobrevivido la alta mortalidad infantil. Parecía que los progenitores preferían evitar un vínculo afectivo fuerte con los hijos ante el temor fundado de perderlos muy pronto. Sin embargo, los avances científicos y los aportes de la psicología y la educación, han permitido posicionar la dignidad de los infantes desde su nacimiento y demostrar la necesidad de los cuidados particulares para su oportuno crecimiento físico, emocional y social.
En años recientes, de manera incluso sorprendente, la balanza parece estarse cargando al lado contrario. La sociedad en que vivimos, con su posibilidad de favorecer el confort y la comodidad, está construyendo pequeños seres humanos con poca tolerancia a los desafíos básicos de lo cotidiano.
El sufrimiento es inherente a la vida; todos, antes que después, tendremos que pasar por recorridos amargos y dolorosos en muchos sentidos. Las personas que desde su infancia saben ejercitar su voluntad y aprenden a posponer la gratificación y a tolerar la frustración, estarán mucho mejor equipados para afrontar los desafíos básicos que la existencia humana plantea.
Los padres de familia actuales andamos un poco perdidos: queriendo hacer contra peso a situaciones de vida familiar violentas o autoritarias, estamos sobreprotegiendo a nuestros hijos. Peor aún, siendo en ocasiones nosotros los mismos causantes de tales situaciones, queremos compensar nuestros excesos, exentándolos de obligaciones, renuncias y consecuencias propias de sus actos.
La sobreprotección no es amor, es una falta de respeto. Es una forma subliminal de decir a nuestros hijos “no puedes”, “no sabes”, “no eres suficientemente capaz”. Esto tiene un efecto en el concepto que los chicos construyen en relación a ellos mismos, en la motivación a correr riesgos, y en el valor de equivocarse y remontar con algún aprendizaje. La autoestima de un niño se construye a través de un genuino amor paternal, que muestra la valía de la persona al tiempo que favorece su sentido de ser competente. Un infante que no tiene la oportunidad de medir sus capacidades y limitantes, construirá una autoestima pobre y frágil.
Es común encontrarnos ante nuestros hijos “echándoles porras” para salir adelante, al tiempo que ejecutamos cosas por ellos, quitándoles la oportunidad de frustrarse, aprender y hacerse autosuficientes y responsables.
Ante todo lo anterior, ¿amamos o sobreprotegemos? No se trata de “abandonarlos a su suerte” sino de ser guías, referentes y figuras de contención para ellos. Enseñarlos a cuestionar los riesgos, a manejar sus emociones y a asumir consecuencias adecuadas a su edad y a sus características particulares, es una forma de invitarlos a tener curiosidad por la vida, a saber cuidar de sí mismos y de los demás, así como a aprender y a disfrutar.
¿Será que nosotros como padres somos los que no toleramos el dolor de verlos caerse y no podemos dejar que aprendan a levantarse por su propio pie?
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