–Me acerco a usted sin buscar el perdón de Dios porque él fue el que me ha puesto en esta situación y al ser mandato suyo no hay nada que perdonar. Hasta hace unos días nunca me creí capaz de matar a cualquier ser vivo más grande que un ratón, y aquí estoy con las manos manchadas con la sangre de una cantidad incalculable de jóvenes.
Tengo 70 años viniendo cada domingo y aquí he aprendido que el único que da y quita la vida es Dios, de ahí que haya hecho lo que hice. Dios puso en mis manos ese pequeño mortero y a través de él fue que Dios me habló. Pero por favor, no diga nada hasta que termine mi historia, para que usted me entienda.
No tengo que ponerlo al tanto de la muerte de mi nieto. El que estaba estudiando en la UNAM. Usted seguro se enteró por los diarios que estaba apunto de viajar a una de aquellas famosas universidades en Estados Unidos, donde presentaría uno de sus proyectos. Yo ni le sé, pero ese muchacho iba a cambiar al mundo. Y no lo digo yo, lo dicen los periódicos. Lo dice todo el mundo… Discúlpeme que llore y le manche este sagrado lugar, pero aún me duele.
¿Sabe cuál fue el pecado de mi nieto? Haber nacido en Ecatepec. En esta tierra maldita y sedienta de sangre. Árida la mayor parte del año. Esta tierra seca chupa la sangre con una voracidad que sólo he visto en los políticos con el dinero.
Con todo lo bueno que dicen los periódicos, no le hacen justicia, porque usted no sabe el enorme corazón que tenía mi nieto. A él le gustaba ayudar. Quería cambiar al mundo desde los pequeños detalles. Rescataba perros y les encontraba un nuevo hogar. Los domingos se iba al deportivo, donde pusieron la casa de retiro y leía a las personas de mi edad con problemas de la vista. Una vez hizo una colecta para comprarle útiles a los niños de la colonia de aquí atrás; esos que no tienen ni pa’ comer… Mi nieto era bueno…
Pero no se adelante, déjeme terminar.
Venía de CU, y ya ve que llegaba bien noche. Ahí frente a la pollería de Irma me lo mataron. Fueron los mismo que agarraron por secuestro el año pasado, pero salieron bien rápido porque tienen familia en la policía y en el Ministerio Público. De hecho uno de esos es policía y es el que le pidió dinero a los de la taquería de la esquina, quesque porque les iba a dar seguridad, pero na’ más les puso el dedo, porque cuando vio que les iba re’ bien, no sólo les subió la cuota, sino que también les mandó robar el día del corte. De ahí ya no se recuperaron y tuvieron que cerrar el changarro. Ya nadie está seguro. Ya nadie puede emprender.
Esos que me mataron a mi nieto son sólo los de nuestra colonia. Por cada colonia sale un grupito igual y entre grupos se agarran a fregadazos, pero entre ellos no se matan. A quienes sí matan son a las muchachas. Hace seis meses mataron a la hija de mi comadre Carmen. Una muchacha trabajadora con dos niños, la parejita. Pues a ella no sólo la robaron y la mataron, también la violaron. Desgraciados. La encontraron en un terreno baldío, como si fuera un animalito muerto. Mi comadre Carmen ya no es la misma. Ahora todo el tiempo está ausente y así no puede con los nietos que le heredó su difunta hija.
No sé pa’ qué le cuento tanto, si usted los conoce re bien. Son los mismos que se metieron en la bodega de la estudiantina y les robaron los instrumentos musicales. Todavía tuvieron el descaro de vendérselos a los legítimos dueños.
Dijera uno, tienen sus mañas pero cuidan de su gente, a lo mejor uno les hace el paro, pero ¿sabe qué? El sobrino de mi amiga Margarita dice que los cuatro niños que se robaron el año pasado del jardín de niños y de la primaria, ellos no fueron, pero ellos los pusieron. No tienen respeto por nada. Son como una plaga que sólo quiere terminar con todo a su paso a cambio de dinero. ¿Y sabe para qué quieren el dinero? Para drogas. Destruyen todo a su alrededor, para luego destruirse muy lentamente a ellos mismos.
Disculpe que divague, todo eso usted ya lo sabe.
Lo que no sabe es cómo fue que escuché por primera vez la voz de Dios. En los días que siguieron a la muerte de mi nieto, el corazón se me llenó de odio. Todos sabían que habían sido esos chamacos y yo los quería ver muertos, pero jamás hubiera pensado en matarlos yo misma. ¿Qué les iba a hacer con más de 70 años encima? Esos desgraciados me hubieran mandado al hospital o hasta a la tumba sin tentarse el corazón.
En medio de todos esos pensamientos fue que apareció el mortero.
Andaba caminando en el tianguis con la bolsa del mandado vacía y la mirada perdida en la tristeza cuando un señor me habló. No era como un señor místico que supiera mi nombre, sino como un borrachillo cualquiera que vendía artesanías y manualidades. Cosas viejas, pero no de las que uno vende porque ya no tiene espacio para ellas en casa, sino como esas que uno hereda de sus abuelos y termina por aceptar aunque sea 10 pesitos por cualquier trique. Pues me habló cuando pasaba en frente de su puesto «Seño, yo sé que usted anda buscando algo de que yo ando vendiendo. Mire, acérquese»
Yo le miré los ojos acuosos, pensando en un principio que eran como los de un alcohólico, pero luego de analizarlos me dieron más la impresión de ser los ojos de un pescado. Como vacíos. Me sonrió con unos dientes muy blancos y que contrastaban con su mirada vacía y me señaló con las uñas entierradas los productos que descansaban sobre un petatito en el piso. Todo era muy viejo. Piezas de bronce como ceniceros y candelabros. Adornos de vidrio y cuarzo. Hasta figuritas talladas en piedra o amasadas en barro. Todas esas cosas me parecían inútiles y estuve apunto de darme la vuelta cuando vi el mortero. Yo había prestado el mío y jamás me lo regresaron. El que el señor tenía sobre el petate era hermoso. Nada que ver con el que simplón que yo tenía. Este se veía… artesanal. Una cosa trabajada a mano con pequeños y hermosos símbolos aztecas o mayas. Ni sé.
Le pregunté que cuánto quería por él y me dijo una cantidad ridículamente barata. Creo que lo que costaba una caguama.
Lo tomé entre mis manos y lo contemplé quién sabe por cuanto tiempo, pero debió de ser bastante, porque la gente ya me miraba raro. Pagué y me fui con una nueva sensación creciéndome como en las tripas. Era algo que más adelante resolví como esperanza.
Cuando llegué a casa lo saqué y lo volví a contemplar por largo rato, pero con mis lentes puestos. Era pequeño y estaba tan bien trabajado que no creía lo que había pagado por él.
De pronto, comenzaron a nacer ideas en mi cabeza que… No sé cómo explicarlo… No eran mías.
Me levanté, agarré mi bolsa de mandado, unos frasquitos de mayonesa vacíos y bien lavados, alcohol del 96 y me fui a caminar pal’ cerro. El Ehécatl. El que está en San Cristobal. Ahí anduve sube y sube. A ratos caminando y a ratos gateando; como pudiera.
Sabía que estaba buscando una flor, dos tipos de hierbas y el veneno de una culebra. No me pregunte cómo lo sabía, porque no es que una voz me lo hubiera dicho, sino que sólo lo sabía. ¿Usted cómo es que sabe que la tierra es redonda, que gira alrededor del sol y que somos uno de otros 8 planetas? ¿Quién le dijo? ¿Cómo puede asegurarlo si nunca la ha visto de lejos? Pues así mismo yo sabía lo que sabía. Dios me estaba poniendo pensamientos en la cabeza.
La primera que encontré se llamaba malinali y de esa sólo ocupé las hojas. Luego encontré otra llamada carochi y que estaba cubierta de espinas, de esa tenía que llevarme parte de la raíz. Sabía que la culebra que buscaba estaba debajo de una roca en lo alto del cerro. Me tardé unas tres horas en llegar hasta arriba, pero lo hice. No pude levantar la piedra pero sí la pude mover lo suficiente para sacarla de la cola. Era la Coatltletl. Se dejó hacer todo con una facilidad. Estaba como mansita. La tomé de la cabeza y le vacié el veneno en uno de los frascos que llevaba. La flor fue la más difícil. Era una Xochitlcetl. Sabía que me iba a dar de noche, pero también sabía que mi Señor todopoderoso me estaba cuidando, así que le caminé hasta que di con ella. En una especie de vallecito al otro lado del cerro. A esa le tuve que pedir permiso para que me regalara dos de las tres flores que tenía. Las metí en un frasco con alcohol y me regresé para la casa.
Llegué a eso de las 11 a la colonia, pero tenía que hacer algo antes de llegar a descansar. Compré una cerveza y se la llevé a los chamacos de la esquina. Los desgraciados que mataron a mi nieto. Cuando los vi tenía ganas de reventársela en la cabeza al primero que me hablara, pero luego supe que ya llegaría mi momento. Les dije con tono de alcahueta que me la recibieran y que se portaran bien conmigo. Los chamacos la agarraron felices y hasta me dijeron que me fuera con cuidado agregando un «madre chula» que más adelante sería la forma en la que ese grupito me identificaría.
En cuanto llegué a la casa tenía ganas de tirarme a dormir por días, pero antes tenía que preparar mi mejunje. Entre que herví unas cosas, machaqué con el mortero otras y destilé la mezcla, me dieron las cinco de la mañana. Me pareció sorprendente todo lo que ahora sabía sobre el preparado de ese menjunje. Si me atoraba en algo, sólo hacía falta mirar detenidamente el mortero para que me viniera a la mente el proceso completo.
Tres noches por semana les estuve regalando cerveza, hasta que me gané su cariño y confianza. Con decirle que luego me veían de noche y me acompañaban hasta mi casa. O si me veían en el tianguis me cargaban la bolsa.
Cuando todo estuvo listo comencé a destapar con cuidado las caguamas, vertía en ellas pequeñas gotas del suero destilado del mejunje y con un martillito arreglaba de nuevo la ficha para dejarlas bien cerradas.
No era un iztactli fulminante, iban a tardar días en morir. Sufriendo. Los vi caer como moscas. Ninguno sospechó nunca de mi tributo de cervezas que por supuesto cada vez fueron menos frecuentes.
El mortero me había dado una tarea, para limpiar Ecatepec de la ponzoña humana.
Me he estado yendo de colonia en colonia, acabando con secuestradores, violadores, asesinos y dejando para le último un tributo muy particular. El mortero me está señalando a los hijos de estos malvivientes. Quiere terminar de raíz con la estirpe putrefacta.
Ahora sí, diga lo que diga, sepa que no voy a desistir en esta tarea. Sólo tenía que desahogarme con alguien y usted fue el indicado; siendo usted un hombre que predica la palabra del señor y que está obligado a guardar el secreto de confesión.
Silencio.
–He ayudado hasta el cansancio a esta comunidad consumida por el innombrable, pero las nuevas generaciones ya no temen la palabra del señor, ya no se acercan más a su casa, ni le guardan respeto. Tienes que saber, hija mía que, sin importar cuánto quiera ayudar a esta comunidad, no sería capaz de quitarle la vida a nadie y mucho menos en el nombre del Dios… Pero yo me voy a confesar contigo; hija, en todos los años que llevo como ciervo del señor, éste nunca me ha hablado, ni en las horas más oscuras de mi vida ha mandado siquiera una señal insignificante de su existencia. Hoy tú te presentas y me cuentas todo esto… Si tú ya escuchaste su voz y él te ha convertido en su herramienta de salvación, haz lo que te pide. Reza un padre nuestro y continua con tu labor de purificación. Tienes mi bendición.
Por: Kris Durden
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