Tengo cuatro, hijos, ¡cómo de que no! Y con el correr del tiempo me doy cuenta que nadie me advirtió, nadie me explicó y nadie me previno de la misión que estaba por emprender. Todo lo contrario, si bien yo veía a mi madre bastante estresada en la vida diaria, pensé que muchos de sus pesares tenían más que ver con mi padre que con nosotras cuatro –mis hermanas y yo–, porque ella (sumada a la voz de mi padre) decía que nosotras éramos su vida. Aún así no olvido el día que sentadas en el silloncito de mi recámara le pregunté: “Ma, ¿es muy difícil dar a luz?”, y ella me contestó: “Olvida el parto ¡lo que viene después!”. Y sí, eso bien que lo entendí justo después, cuando mis hijos brincaban en mi cama y en mi cabeza y yo quería encerrarme en el baño y ponerme –con chocolate en mano y tapones en los oídos– a leer.
La maternidad está exaltada como un evento determinantemente “realizador” en la vida de las mujeres. Con el discurso de la “naturaleza femenina” y el “instinto materno”, muchas de nosotras dudamos de nuestra ambivalente experiencia a la hora de querer tener hijos y durante su larga y extenuante educación. Afortunadamente, en la actualidad la mayoría de las mujeres podemos integrar en nuestro campo de posibilidades diversos planes para conformar nuestro proyecto de vida personal. Pero no dejamos de sentir –en el ambiente, en las canciones, en las miradas, y en las preguntas de nuestras propias mamás– la presión con respecto a la importancia de ser madres y las bondades de la maternidad.
Ser madre es una elección, no una vocación natural ni un destino único. Todo ser humano nace de una madre, pero ninguna mujer nace con la vocación a la maternidad tatuada. Por eso, y como seres culturales más allá de nuestra estructura biológica, la maternidad no es una vocación femenina universal, menos aún un camino único de realización personal.
Independientemente del deseo, gusto, y competencia que cada mujer tenga para realizar y ejercer estas funciones, muchas mujeres, a medio camino, nos encontramos en una encrucijada de sentimientos, limitaciones y cansancios que nos hacen dudar de la decisión tomada de ser madres años atrás.
Es que la maternidad es una entrega constante, un acto de dar vida con absoluta generosidad, y está bien, es una invitación a “estirar” nuestra estructura de carácter, a madurar y a dejar de ladito el ego, pero en un mundo donde se privilegia la satisfacción personal, esta capacidad de dar –no desde la abnegación, pero sí desde la entrega y la renuncia a favor del otro– es algo poco común.
Haré algunas distinciones que nos permitirán comprender la ambivalencia de esta experiencia tan compleja:
-La maternidad no es un instinto ni un llamado de la naturaleza, es una decisión.
-Decidir ser madre nunca es una elección “pura” en tanto que se nos cruzan de manera consciente e inconsciente los mandatos sociales y las presiones de nuestro entorno que exaltan la idea romántica de la maternidad.
-La maternidad genera sentimientos encontrados de amor y odio, de suficiencia y de incapacidad y es normal. Pero una cosa es sentirlos y otra es actuar en detrimento de los hijos con conductas hirientes o negligentes.
-Uno puede no gustar de la maternidad y sí querer a sus hijos. Es más, se puede congeniar más con un hijo que con otro, manejar los sentimientos, y no lastimar su personalidad.
-Los hijos no necesitan una madre abnegada, víctima, sacrificada y de tiempo completo, porque su frustración –y no su experiencia de satisfacción– será lo que más reciban de ella.
-Los hijos requieren de un vínculo sólido que les permita saberse mirados, aceptados, apreciados y amados, teniendo aseguradas sus necesidades básicas físicas y emocionales, y eso les es bueno y suficiente. Una mujer que trabaje sus contradicciones y carencias, e integre un proyecto de vida estimulante del que forman parte sus hijos, está mejor capacitada para construir un vínculo de tal solidez.
Sobra decir que todo se agudiza cuando en el día a día, y a falta de apoyos públicos, se tiene que malabarear para ejercer la maternidad y al mismo tiempo sostener un trabajo remunerado, cuando se carece de sistemas de apoyo recibidos del entorno en general y de los padres en particular, y cuando no existen bases económicas que aseguren una estabilidad básica para sacar adelante a los hijos.
Aun así, y con mis hijos invitándome a desayunar por el día de las madres, mi corazón se siente satisfecho, porque los quiero, y con mi amor confirmo que un hijo no puede ser tu único proyecto vital porque ese “sueño” no solo va a limitar tu crecimiento, sino porque –tarde o temprano– se lo vas a cobrar.
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