Pérdida y resiliencia

Tere Díaz

Este texto busca acompañar a las personas a habilitarse en el tema de la pérdida, de la transformación, del desafío, para asumir la transitoriedad de la época que estamos viviendo, la falta de verdades absolutas, la escases de peldaños alcanzados para siempre y la dificultad de construir relaciones eternas.

Para ello hemos de hablar de resiliencia. La resiliencia es el proceso por el cual logramos adaptarnos a los cambios y logramos salir airosos de la adversidad. Tales cambios o adversidades pueden ser desde traumas, amenazas, tragedias, pero también fuentes de tensión causadas por problemas familiares, laborales o económicos. Por ejemplo, la pérdida de un vínculo personal, una mudanzas, o el enfrentamiento de enfermedades, son fuente de tensión y pérdida y por tanto urgen la necesidad de desplegar conductas resilientes.

Ser resiliente significa «rebotar» de una experiencia difícil, del mismo modo en que un resorte o una bola lo harían al caer al suelo. La resiliencia es más que resistir, es también aprender a vivir. Antes de vivir experiencias dolorosas que cambian el rumbo de nuestras vidas,  consideramos que la vida y la felicidad son cosas que nos merecemos, por una u otra razón: de cierto modo, el hecho de estar vivos nos hace sentir que, ya con la vida en mano, merecemos seguir viviendo y llegar a ser felices. El hecho de enfrentar situaciones extremas, hace nacer en nosotros un peculiar sentimiento de supervivencia:  desde ese hecho, vivenciarnos como supervivientes nos hace sentir que recibimos “tiempo prestado”, y que, dado el valor de tal préstamo, es importante gozar cada instante que venga y buscar la plenitud. Toda situación extrema, dado que es capaz de arrebatar la vida, fomenta, paradójicamente, la vida misma. Esto es, cuando alguien siente cerca su final, y sobrevive, se siente más vivo que antes.

Si bien la resiliencia surge de la capacidad de ciertas personas para salir airosas de episodios de extrema adversidad causados por catástrofes naturales o sociales, la vida cotidiana -más cuando abandonamos “caminos seguros” trazados por los discursos dominantes, que con todo y su incómodas limitantes dan un marco de certeza y seguridad-, genera estrés y crisis y los desafíos que la transformación presenta requieren, para atravesarlos, de la capacidad de sobreponerse a los cambios de paradigma, a ciertos “fracasos” y a múltiples pérdidas.

Se ha demostrado que la resiliencia es una característica natural de los individuos y no, como podría pensarse, un don especial de ciertas personas. La gente comúnmente demuestra resiliencia, desde las situaciones más sencillas como retrasarse en el tráfico y tener que esforzarse el doble para llegar puntuales a una cita, hasta sobreponerse a enfermedades más o menos difíciles que requieren de un proceso de recuperación.

El término resiliencia nació primeramente en las ciencias exactas, más puntualmente en la física. La resiliencia de un objeto se entiende como la capacidad que éste tiene para resistir un choque. Se refiere a cierta elasticidad que le permite soportar embates sin que con ellos sea destruida sus estructuras física y química fundamentales. Sobre todo, cuando se decía de tal objeto como altamente resiliente, se enfocaba en la sustancia del material, la naturaleza del objeto por la cual podía resistir mayormente los golpes. Cuando dio el salto hacia las ciencias sociales, se redefinió especificando la capacidad para salir avante de situaciones difíciles, de los choques de la vida.

Esta capacidad de resistir presenta una idea dialéctica, es decir, la necesidad de enfrentarse a dos posturas que, comúnmente, podrían parecer contrarias pero que, en el momento, se presentan como complementarias, por ejemplo, la felicidad de la tristeza, o, como suele decirse, “de lo malo, lo bueno”.

La realidad nos ofrece ejemplos donde la lógica y el lenguaje son trascendidos, de modo tal que podemos concebir que algo que nos causa tristeza, al mismo tiempo nos causa felicidad, por determinadas razones: en ciertos momentos de la vida, los antónimos pueden ser usados de manera integrada, de modo tal que no se enfrenten tan tajantemente. En el lenguaje retórico, el uso de palabras de significado opuesto en una misma estructura sintáctica es conocido como oxímoron. La experiencia de la resiliencia está atestada de oxímoros.

Pensemos en un familiar que, luego de pasar largo tiempo padeciendo una enfermedad dolorosa, al fin fallece: si bien su muerte nos causa un gran dolor, también sentimos cierta paz y alegría al saber que alguien a quien amamos ya no sufrirá más. Hay en nosotros cierta ambigüedad que, al final, se integra para ayudarnos a enfrentar, en este caso, la muerte. Más aún, cada persona puede citar una experiencia cotidiana donde descubrió cierta capacidad para que convivan dentro suyo cierta melancolía con el disfrute del presente, o cierta vergüenza frente a un logro alcanzado.

De este modo, la resiliencia se nos muestra como una herramienta para enfrentar sólidamente las vicisitudes y fomentar nuestra madurez emocional. Aunque, cabe decirlo, no es algo que se desarrolle sin cierta práctica, y no todas las pérdidas nos exigirán el mismo nivel de resiliencia.

La pérdida de algo valioso siempre presenta un reto. Dejar ir algo que consideramos importante para nuestra vida nos requiere hacer uso de nuestros recursos para salir adelante. Esto es, una parte de la persona que recibe un choque, sufre y se mira abatida, dañada, fragmentada, mientras que otra parte, aquella que es pieza de su “deseo de vivir”, reúne la energía restante en el individuo y lo lleva a encontrar sentido donde el dolor podría mostrar que ya no lo hay.¿Cómo enfrentar estas nuevas formas de existencia individuales?, ¿cómo hacer frente a la ambigüedad que se presenta ante aquellos que viven una vida s1ngular, por elección o por otras circunstancias? Quizá la mejor manera será desarrollando y ejerciendo su resiliencia.

Factores que desarrollan la resiliencia.

La resiliencia no es una característica que la gente tiene o no tiene, como se mencionó escuetamente más arriba. Al contrario, ésta se forma de conductas, ideologías, acciones y pensamientos que pueden aprenderse y desarrollarse por quien se lo proponga:

 

  1. Como seres primordialmente sociales, los humanos requerimos rodearnos de más individuos para enfrentar los retos. Si bien la vida individual está en evidente crecimiento, esto no nos libera de la natural y necesaria interdependencia –además de la responsabilidad- de unos con otros. Así, establecer vínculos afectuosos, de apoyo mutuo, es el primer factor que favorece el desarrollo de la resiliencia. Los grupos de apoyo mutuo como familia (de crianza o extendida), amigos o personas que vivan circunstancias similares, aporta una mayor seguridad a quien atraviesa una pérdida o un reto complejo.
  2. Luego, es necesario dar un giro a la percepción que tenemos de la crisis, pérdida o reto que cruzamos. En muchas ocasiones, existen circunstancias que no podemos cambiar –precisamente, por ejemplo, determinadas pérdidas ambiguas-, pero en la mayoría de ellas sí podemos cambiar el modo en que las interpretamos. Dar un vuelco a nuestra perspectiva, pensar y observar desde otro punto lo que estamos enfrentando, ayudará a fortalecer nuestras ideas y construir diferentes cursos de acción.
  3. El cambio, lo queramos o no, lo aceptemos o no, es parte esencial de la vida. Lo único constante es el cambio, parafraseando al antiguo filósofo Heráclito. De este modo, aceptar que a lo largo de la vida nos enfrentaremos a cambios, -aún si estos son consecuencia de cierto azar y no de nuestra voluntad directa- es parte importante al buscar enfrentarse a los conflictos. Un individuo que comprende los cambios, que procura practicar cierta elasticidad en sus planes y visión a futuro, será mucho más propenso a manejar adecuadamente las vicisitudes.
  4. Actuar con aplomo, pero con una visión centrada. Es decir, enfrentar las circunstancias adversas nos requiere firmeza de carácter, pero esto no quiere decir que todo saldrá a pedir de boca. Es necesario poner en su justo sitio el presente, el pasado y el futuro.
  5. Conocerse mejor a uno mismo es menester. Cada uno, en mayor o menor medida, sabe hasta dónde es capaz. Quienes no saben de qué son capaces, terminan descubriéndolo al paso. “Conócete a ti mismo” sugirieron os griegos hace más de dos mil años, y al paso del tiempo sigue siendo uno de los objetivos que más recompensas existenciales brinda a quien se lo propone. Esto, trae también quizá como consecuencia colateral, un mejor control de las emociones, de los sentimientos y los impulsos. Es menester para ser resilientes el saber dominar los impulsos que surgen en los conflictos: el impulso de huir, de vengarse, de actuar osadamente, etc. Ser resiliente no significa ser invulnerable, significa saber enfrentarse al dolor de manera adecuada, equilibrada e inteligente.

Todo lo anterior, claro está, tendrá variantes que dependan específicamente del carácter e historia de vida de cada persona. Para ejercer la resiliencia no se necesita no sentir dolor, o estar en un constante estado de actitud positiva. La resiliencia solicita de nosotros el enfrentar problemas inteligentemente, permitir integrar en nuestras vidas el cambio y trabajar maduramente la frustración.

Tere Díaz.

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