A partir de la segunda mitad del 2020 es que se comenzó a manejar en medios de comunicación un nuevo término derivado del obligatorio fenómeno de traslado de las actividades laborales, escolares, y hasta las sociales, al entorno estricto digital, con la finalidad de mantener las reglas de distanciamiento social.
Se cambiaron las oficinas, los salones de clases, los restaurantes y cafés, por largas jornadas de miradas persistentes y atentas a pantallas de computadoras, tabletas o teléfonos inteligentes. Resultarían obvias algunas ventajas, evitar la pérdida en tiempos de traslado, poder dormir un poco más, comer dentro de la casa y tener un mejor contacto con la familia. Pero lamentablemente todas estas situaciones favorables no fueron suficientes para contrarrestar uno de los temas más poderosos en contra que fue esta sobre exposición a pantallas digitales.
El cambio de nuestras actividades en estos formatos nos hace poner una atención infinitamente más activa en nuestras reuniones, el no poder despegar la mirada de la cara de nuestro interlocutor, y el atender a cada una de las palabras que menciona. Y esto en las que son uno a uno, pero mucho más complicado el esfuerzo cuando estamos hablando de una reunión grupal o la interacción en una clase escolar, donde la cantidad de distractores es exponencial y nos obliga a ejercitar un “músculo” inhibitorio de los mismos que no teníamos desarrollado.
A estos factores del medio ambiente, cognitivos y psicológicos, hay que agregar algunos físicos, menor movilidad física al no salir de casa, la vista cansada del trabajo que ya teníamos en la computadora, pero ahora tener toda nuestra convivencia en pantalla, con el consecuente dolor de cabeza, tensión muscular y malestares asociados.
Se trata ya de un término identificado y aceptado y que de facto, se está trabajando ya en administración y distribución de las cargas digitales para poderlo evitar y fundamentar reglas de convivencia e interacción digital para los espacios de nuestra vida.