Estaba muy nervioso y sólo pensaba algo como “estúpidas manos, este no es el momento para temblar y sudar”. La chica frente a mí me dijo que tomara asiento, le dí las gracias y eso hice. Miré los tenis nuevos que mis papás me acababan de comprar sólo para esa ocasión, cosa que me puso más nervioso, pues la posibilidad de fallar venía acompañada de la terrible decepción que se llevarían mis padres.
-Anda hijo –Comenzó mi mamá con el cantadito tono angustioso que siempre utilizaba para hacerme ver que yo era un necio y ella tenía toda la razón -. ¿Cómo vas a llegar así a la entrevista? Dile Fermín… -Dijo dedicándole una mirada de soy tu esposa y me tienes que apoyar ahora mismo -. Dile que no sea así y que nos tome la palabra.
Mi papá me miró, dejó caer los parpados y asintió con la cabeza haciendo un gesto que decía sin la necesidad de ocupar palabras algo así como: “Hijo, ¿si ya sabes cómo es tu mamá, para qué le llevas la contraria?”.
Creo que ese fue el gesto que me convenció, pues sabía que mi mamá terminaría por comprar los tenis que desde su particular gusto de madre creería convenientes para la ocasión. La parte de mí que se mantuvo renuente tenía un gran argumento: mis papás en ese momento no tenían dinero para salir de sus deudas y mucho menos para pagar un gasto extra (y desde mi punto, innecesario) como ese. Pero la convencí diciéndole que si obtenía el empleo les pagaría con creces todo eso y más. Al final entramos en un Coppel y me obligaron a elegir no sólo unos tenis, sino también unos zapatos. Yo sabía que no tenían el dinero para ese tipo de gastos, pero no encontré forma de convencerlos de que eso era excesivo. Los siguientes días me estuvo convenciendo de que tenía que ir a la entrevista de vestir y con los zapatos nuevos, pero ahí sí gané la batalla y me fui de mezclilla y tenis.
Ahora que estaba en la recepción de la oficina, mirando los tenis, pensé por un momento que tal vez debí de hacerle caso, pero me apresuré a desechar la idea antes de que me bajara el autoestima. En la mochila llevaba un libro, la enseñanza de Buda (libro que me había salvado de tantas trampas de la mente como lo había hecho Wilson con el náufrago), así que lo saqué de la mochila y comencé a leerlo. La calma fue casi instantánea. Un excelente efecto placebo.
La entrevista no fue con la gente de recursos humanos, pasé directamente con el fundador y dueño de la empresa. Sólo diré que di el 100% de mí en esa entrevista.
Salí de la oficina y caminé sin saber si obtendría el empleo o no, sólo tenía la promesa de que me llamarían para decirme si era un sí o era un no. Yo estaba satisfecho por haber juntado toda la experiencia de tantas áreas y tantos años, en un instante que definiría mi vida. Había adquirido seguridad en mí mismo trabajando como cadenero en la enorme cadena de cantinas Papa Bills. Había encontrado paciencia limpiando los pisos de un hospital y en ese mismo empleo, encontré la tenacidad para entrar a quirófano y asistir a los médicos retirando bolsas con residuos peligrosos, biológicos e infecciosos (RPBI). Había recurrido al don de la palabra fluida que tantos años atrás me había dejado el trabajar como comerciante en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Incluso fingí confianza en mí, como tantas veces había hecho durante los años, ya lejanos, de borracheras que se prolongaban hasta por tres días. Al final no sabía si tendría el empleo, pero estaba feliz de saber que yo lo había dejado todo en esa oficina.
La siguiente vez que sonó el teléfono (básicamente no tenía vida social), miré a mis compañeros profesores y les dije “Es la llamada”. Todos guardaron silencio y estoy seguro de que vi a algunos de ellos más nerviosos que yo. Me alejé para tener la certeza de que no sería interrumpido por nadie y contesté.
Cuando colgué el teléfono y regresé la mirada a donde estaban creo que no pude ocultar la respuesta final, pues inmediatamente vi que lo sabían y que tal vez lo sabían desde antes de que sonara el teléfono. Itz corrió a abrazarme y Quique me miró en una maraña de emociones. Me les iba.
No saben cuántos amaneceres he visto en este empleo, cuántos aeropuertos, cuántas puestas de sol. He estado en juntas con personas muy importantes, hablando a la par de ellos, pero sobre todo, aprendiendo de ellos. He visitado otros países y conocido un sinfín de personas de las más talentosas que puede tener este país. Cada día que paso en este empleo, doy gracias por todo lo que ha tenido que pasar para que yo hoy esté aquí.
Gracias mamá, gracias papá y gracias hermana. Gracias hija. Doy gracias a mi novia (que más bien parece mi esposa) y a todos mis amigos porque creyeron y su amor me dio la fuerza para no rendirme, y doy gracias a todos los que siempre me subestimaron porque el odio que en mí generaron me dio la fuerza para levantarme cuando había caído.