Estaba a media carretera rumbo a un lejano pueblo más allá de Querétaro cuando vibró mi teléfono. Leí dos veces el mensaje esperando que la primera vez hubiera leído mal, pero estaba muy claro; mi amigo iba a dejar de existir y era cuestión de horas. Una enfermedad había deteriorado su salud y en tan sólo tres días le había cobrado la vida.
Me quedé mudo y no supe cómo poner la noticia en palabras para las personas que en ese momento estaban conmigo, así que guardé silencio. Temí que si lo comenzaba a plantear me daría cuenta de que la herida era más profunda de lo que yo pudiera soportar y me rompería como un testarudo jarrón que cae al piso. Así que mi mente me llevó a un momento lejano de mi infancia, cuando estudiaba en el catecismo. Recordé perfectamente que ese día, la mujer con un mórbido sobrepeso que se dedicaba a enseñarnos la palabra del Señor, me había llamado la atención por haber mordisqueado toda la horilla de mi sándwich.
–¡Hey, niño! ¿Qué no sabes que a eso se le llama gula? –Dijo en tono regañón–. ¡No lo hagas!
–En realidad. –Pensé– Estoy aquí para aprender eso, así que en teoría, no sé… Y dos, creo que se denomina como gula al acto de seguir comiendo a pesar de que uno ya está satisfecho, no a mordisquear un sándwich.
A esa edad no tenía el valor de decir lo que pensaba frente a los siempre soberbios adultos, así que guardé silencio e hice lo que me pedía.
Al terminar la clase, como cualquier niño, me puse a jugar con mis compañeritas de catecismo (porque no había niños) y me puse a corretear a las jocosas niñitas de una habitación a otra, enseñándoles en la lengua un mazapán a medios masticar. Entre la corredera me sostuve del marco de una puerta, cerca de las bisagras, y una de esas niñas cerró la puerta con violencia, me alcanzó a pescar a un dedo y sentí el dolor nacer, no en la punta de la falange, sino en la boca del estómago y expandirse por todo mi cuerpo.
Grité e inmediatamente abrieron la puerta porque lo que escucharon fue un sonido que nunca me habían escuchado emitir. Un grito de dolor y no de guerra.
Miré mi dedo y lo sentí palpitar. Se inflamó casi al instante y se puso morado. La uña la tenía trozada por la mitad. Se había desgarrado la piel en mi estúpido intento de liberarlo por la fuerza.
La catequista corrió a mi auxilio, pero cuando llegó me miró inexpresivo.
–¿Qué pasó?
–Se machucó un dedo –Dijo la niña que me lo había prensado con la puerta.
–A ver –Dijo la catequista.
Se lo mostré e hizo un gesto de dolor acompañado del clásico “Ssssssssh”
–No sé ve bien… De hecho yo ya estaría llorando… ¿No te dan ganas de llorar?
Todas las niñas me miraron con curiosidad. Yo sabía que tenía los ojos vidriosos en un acto reflejo, pero en realidad no tenía ganas de llorar, aunque sí un sentimiento atorado en la garganta. Sabía que si decía algo rompería a llorar, así que me limité a negar con la cabeza.
Intentaron tocar mi dedo, pero denoté dolor inmediatamente y lo retiré. No dejé que me untaran pomada ni ningún remedio casero.
No tardé mucho en irme a casa y de camino las demás niñas no paraban de ver lo horrible que se había mi dedo y de cómo no había roto en llanto como cualquier otra persona.
Cuando llegué a casa esperaba ver a mi mamá, pero se había ido a trabajar así que me senté y vi las caricaturas por aproximadamente 3 horas. Ya había caído la noche cuando mi mamá llegó. Yo estaba en su habitación viendo la televisión así que escuché cuando mi hermana comenzó a contarle cómo me había machucado un dedo.
Mi cuerpo comenzó a vibrar cuando la escuché andar hacia la puerta, giró la perilla y cuando apareció en la habitación me dijo.
–A ver tu dedo, hijo.
Yo se lo mostré y cuando lo sostuvo entre sus manos dijo.
–¿Te duele?
Justo cuando dije sí, algo pasó. Comencé a llorar de una manera inconsolable. La abracé y lloré y lloré. Y seguí llorando hasta que me cansé.
Cuando me tranquilicé, me puso una pomada y me dijo que estaría bien. Que la uña se me caería, pero que volvería a crecer.
Al día siguiente mi hermana le contó a todos, como no había derramado ni una lágrima en todo el día, pero en cuanto vi a mi mamá me solté a llorar a moco tendido. Todos reían y yo realmente no me sentía incómodo, pero comprendía por qué había hecho eso.
Cuando me dijeron que había muerto Dante, sentí lo mismo. Un dolor muy profundo que estaba por devastarme, pero que no se manifestaba aún.
Ese día presentamos una conferencia magnífica y yo la operé como desde hace 4 años.
A las 7 pm me dijeron que ya había muerto.
Creí que sería el momento, pero no pasó nada. Se quedó atorado en mi garganta otra vez.
Después de tres horas de camino llegué a casa. Entré como si nada y continué hasta la habitación, donde sabía estaría mi novia. Cuando entré, vi su mirada abatida, me apresuré a dejar mis cosas de viaje, incluso en un arrebato desgarré mi chamarra. Me giré y justo en el momento en el que la abracé, rompí en llanto.
Cuando la abracé sentí un vacío tan profundo que quise llenarlo con ese abrazo y realmente intenté que así fuera, pues la abracé tan duro que no me di cuenta de si la lastimaba o no. Sólo me dejé llevar y no me detuve hasta que caí en cuenta de que estaba sollozando.
Dante ya no existe y en su lugar sólo me han quedado un montón de recuerdos que eventualmente convertiré en lecciones.
Por ahora aprendí de él, que es mi deber proteger incondicionalmente al ser amado y de hoy en adelante esa será una regla que regirá con fuerza mi vida.
Tengo mucho que decir pero por primera vez desde hace mucho tiempo, no encuentro cómo hacerlo y sé que no bastan mis deseos, pero Dante Armengól, hasta siempre.