Cuando nacemos no nos damos cuenta de ello, pero ya hemos comenzado a gastar (o invertir) los contados segundos que tenemos. Pueden parecer muchos en un principio, pero con forme van pasando la fecha de caducidad de nuestra vida se vuelve cada vez más evidente.
–¿De qué murió? –Pregunta mi mamá–.
–Dicen que de un paro cardiaco –Le responde el joven de 16 años –, pero ya estaba viejo.
–¿Pues, cuántos años tenía?
–Unos cuarentaytantos
Mi mamá muere de risa sabiendo que ella está entrando a los cincuenta.
Por la tarde, mientras regresa del tianguis con las pesadas bolsas de mandado se encuentra a doña Chelo, encorvada y ayudándose del bastón para desplazarse de un lugar a otro. No tarda en compartir la valiosa información con ella.
–¿Cuántos años tenía, Mari? –Le pregunta doña Chelo a mi mamá–.
–Cuarentaytantos.
–Si casi era un niño –Al escuchar a doña Chelo, algo descansa dentro del pecho de mi mamá. Aún queda mucho camino por delante–.
La verdad, no lo podemos saber.
Siempre he pensado que todo lo material que poseo lo podría perder, regalar o quemar de la noche a la mañana, y que al día siguiente me sentiría muy motivado por la idea de volver a tener eso y más. He vivido con la idea de que la salud es más importante, pero aún así no es algo por lo que emprenda cada una de mis acciones, sino que la procuro mientras me divierto en el juego de la vida. Pero lo que realmente me volvió loco por mucho tiempo fue la terrible idea de no poder generar más tiempo. Nací (al igual que usted, estimado lector) con un reloj que va en cuenta regresiva y no puedo saber si queda mucho o poco tiempo en ese reloj.
Viví angustiado muchos años pensando en el fatídico momento. Imaginando acciones paralelas a la mía que pondrían en marcha una compleja maquinaria que terminaría por costarme la vida.
–Cuando yo cumplía 15 años, un niño estaba naciendo en Monterrey. Su nacimiento marcaría el día de mi muerte, pues 25 años después ese niño se convertiría en un ingeniero químico que aceptaría un soborno para pasar por alto las pruebas con químicos que dejaban ver el desgaste de los tornillos en el fuselaje de un avión que yo tomaría para una de mis conferencias en otro Estado de la República. Ese día el avión se desplomaría conmigo abordo–.
Esa y decenas de historias más me las planteaba a diario hasta generarme un terrible trastorno de ansiedad. Un horrible circulo del cual no podía escapar hasta que comprendí algo; no importa si tenemos mucho o poco tiempo, sino en qué lo invertimos.
El limitado tiempo con el que contaba lo estaba invirtiendo en hacerme chaquetas mentales del día en el que se me acabaría el tiempo.
Ya no quería invertir mi tiempo en ser un cobarde, así que hice algo que veía que mis amigos hacían y que siempre había tenido ganas de hacer, pero no me había atrevido nunca. Me recosté en las piernas de una chica que me gustaba y me quedé mirando su busto, su barbilla y su sonrisa por largo rato. Percibiendo su aroma y sintiendo sus manos pasando por mi cabello (más tarde confesaría que le encantaba hacer eso). Me quedé dormido y aunque sólo fueron unos minutos, descansé como no lo había hecho en años.
Al despertar y verla tan tranquila aun acariciando mi cabello descubrí cuál era el propósito de mi tiempo: Ser invertido en momentos.
Momentos en los cuales deseara estar y que con ellos la gente se sintiera bien. Así que comencé a planearlos. Comencé por los pequeños como tener otra vez un nintendo 64 y jugar con mis nuevos amigos de veintitantos años. Así que trabajé duro y ahorré dinero, lo compré y lo instalé en la sala de mi departamento de soltero. Cuando por fin bebimos una cerveza y reímos jugamos los cuatro Súper Mario Smash me dí por bien servido. No había trabajado por unas monedas, sino por ese momento en el que todos estábamos riendo. Yo había pagado esas sonrisas.
Entre mis siguientes inversiones estuvieron un trabajo en los medios de comunicación y una familia y ahí descubrí que algunos momentos se prolongan más que otros, pues hasta hoy tengo mi trabajo en los medios de comunicación y hace muchos años que la familia que deseé se fue, pero no me agüito, pues lo poco que haya durado lo disfruté y me enseñó mucho de mí. Me recordó que nada es para siempre y que debo seguir invirtiendo mi tiempo en momentos precisos.
Hoy tengo la vista puesta en un momento muy especial, donde muchas personas ponen pan en la mesa de su casa gracias a mi trabajo constante. Es mucho tiempo por invertir, pero al final sé que será un momento que valdrá la pena no sólo para mí.
Quiero invertir el finito tiempo que me queda sobre la tierra en momentos que duren para siempre.
«La vida en tiempo se vive.
Tu eternidad es ahora,
porque luego
no habrá tiempo para nada»
Luis Cernuda