Si miras tu presente desde tu pasado podrías encontrar ese monstruo que nunca quisiste ser.
En la primaria, mis profesores me habían enseñado sobre el daño que le hacía el fumar a tus pulmones. Yo llegaba a casa y le contaba a mis papás con el afán de que ellos dejaran el cigarro. Me ponía muy triste y hasta recuerdo una plática con un amiguito de la primaria al que le juraba que yo jamás iba a fumar.
Años después estaba sentado detrás de la dirección escolar, contemplando el hermoso color verde del césped que se nos había asignado podar a mí y a un par de sujetos de mala reputación. Con todo un día (y una vida) por delante para terminar ese trabajo, preferíamos compartir un cigarrillo para encontrar el ánimo de terminar la tarea.
Oficialmente era un adicto con más de 10 cigarrillos consumidos diariamente. ¿Pero cómo es que había pasado del niño que juraba que jamás fumaría al adolescente que fumaba más de 10 cigarrillos diarios? La respuesta erradicaba en el concepto que los demás tenían de mí y la responsabilidad de cumplir con sus estándares.
En un principio fue la idea de que sólo había una vida para experimentarlo todo, la que me llevó a hacer todo tipo de locuras. La revelación de una muerte implacable que no perdonaría ni a ricos ni a pobres, y mucho menos a moribundos arrepentidos no por lo que habían hecho, sino por todo lo que no habían tenido el valor de intentar. No quería que me contaran qué se sentía, quería sentirlo por mí mismo. Así que comencé a hacer cualquier cosa que me pasara por la mente y que considerara que iba a ser divertido (he de admitir que pocas veces me equivoqué, pues casi todo fue divertido).
Fui desde tirar globos gigantes rellenos de agua desde la azotea de un edificio de 5 pisos, pasando por un concepto de la anarquía completamente equivocado, hasta llegar al consumo y abuso del alcohol y del tabaco.
No quería estar triste nunca y siempre me la pasaba riendo y haciendo reír a los demás. Cuando alguien decía algo hiriente contra mí, prefería seguir la broma y al fina todos terminábamos riendo de alguna circunstancia que le podría pasar a cualquiera.
Cuando alguien comenzaba a burlarse de otra persona por su peso (me lo hacían mucho a mí) me gustaba convencer a todos (incluyendo a la victima de las burlas) de que no nos reíamos de él, sino del problema del sobrepeso del cual podrían ser víctimas nuestros propios padres. (Mis mejores años)
Durante algunos años hice lo que quise, perseguido por la idea de que cualquier día podría ser mi ultimo día y no quería que la muerte me pillara arrepentido por no haber tenido el valor de haber vivido como quise.
Todo siguió así hasta que pronto la gente se creó un concepto muy popular de mí. No la de un muchacho malo, sino la de un chico capaz de lo que sea por llamar la atención.
De alguna forma, este concepto me dio seguridad para intentar cosas cada vez más tenaces y más estúpidas (en algún punto dejé la escuela, pero no tardé en darme cuenta de que por ahí no iba la cosa), hasta el punto en el que sentía la responsabilidad de hacer alguna estupidez de proporciones épicas cada cierto tiempo.
En una día me encontré en medio de una fiesta de pueblo correteando al torito (hombre cubierto de fuegos artificiales que va por ahí persiguiendo a la gente sólo por diversión) para derribarlo y desafortunadamente lo conseguí, así que pronto tuve a todo el pueblo detrás de mí dispuesto a lincharme, pero cómo salí de esa, es historia para otro día.
Llegó un punto en el que la responsabilidad de ser lo que la gente sabía que podía ser me dejó agotado y no quise ser más aquél.
Tomé toda mi vida, la subí en una bicicleta y decidí buscar a las personas que me habían dejado de ver muchos años atrás con la esperanza de que me dijeran quién realmente era yo. No encontré a nadie.
Me esforcé por encontrar una respuesta y descubrí que en realidad yo les había gritado a todos quién era, pero ellos se habían quedado con lo que querían ver en mí y que tardaría mucho en convencerlos de que realmente existía otra versión de mí. Dentro seguía viviendo el niño que juraba que no fumaría jamás. Ese niño también era yo y la gente ya lo había olvidado, porque yo se los había ocultado.
Al poco tiempo comencé a estudiar comunicaciones y me descubrí como un niño en día de reyes. Me apasionó la carrera, y todas esas nuevas personas no veían la demente reputación que me perseguía, sino al apasionado de los medios y creativo de las comunicaciones. Las opiniones eran nuevas positivas y yo las estaba propiciando.
Comenzó a pasar lo mismo, sólo que en otro sentido. Este nuevo grupo de personas comenzó a poner en mí expectativas muy altas, y me sentí con la responsabilidad de no fallar, pero resultó una responsabilidad placentera. Disfrutaba ser presionado hasta el límite, pues aquí si quería saber hasta dónde era capaz de llegar.
Las opiniones de mí poco a poco se centraron en cosas positivas, las personas que me conocieron como miembro destacado del afamado escuadrón de la muerte, se convenció de que en realidad era ese otro sujeto. El que es capaz de lo que sea no por llamar la atención, sino por alcanzar sus sueños.
Todo esto me pone a pensar en que hoy tengo la responsabilidad de denotar las virtudes en las personas, pues al mundo le sobran humanos buscando siempre los defectos de los demás. Me siento con la responsabilidad de decirles lo valientes que son y de todo lo que pueden ser capaces de lograr si dejan el miedo de lado; si se olvidan del concepto que los demás tienen de ellos y se crean la oportunidad de ser un yo más sincero, más tenaz y más auténtico.
No somos nuestros vicios, ni nuestros errores. No somos lo que fuimos, ni lo que seremos. Sólo tenemos el presente y podemos elegir si somos felices en él. Podemos elegir si somos los protagonistas, guionistas y directores de nuestra propia historia y convencer al público de ello y no al revés.
Si tú no te la crees, no se la va a creer nunca el mundo.