Por el aire flotaba un delicioso aroma a salchichas asadas y carne de hamburguesas, que meneado por la brisa se mezclaba con el juguetón olor de dulces y globos. Era el olor de la quermes.
La mañana era fresca, pero el sol ya comenzaba a entibiar el ambiente.
Por aquí y por allá se podían ver niños corriendo, riendo, empujándose y volviendo a correr. También había papás y mamás (sobre todo mamás) que habían ido a supervisar los puestos extraoficiales de comida y las actividades que ese día se llevarían a cabo.
Alberto caminaba feliz, pero indeciso. En su pequeño puño de estudiante de tercer grado de primaria, apretaba con fuerza una moneda de diez pesos, cosa que no era habitual, pues generalmente lo mandaba a la escuela con una torta, agua y un peso para cualquier dulce que le apeteciera; y por aquella época, con un peso podías comprar más de una golosina. Imaginar lo que podía comprar con diez pesos le hacía agua la boca y le llenaba el corazón de alegría.
Miró el estante de las hamburguesas y los hot-dogs y escuchó la carne asada sesear sobre la parrilla. Supo que debía de comprar una. Hizo sus cuentas mentalmente (cosa que se le daba muy bien para ser un estudiante de tercer grado de primaria) y llegó a la conclusión de que también le alcanzaría para comprar un helado, un mazapán y unos cacahuates. Con el agua que le había mandado su mamá, tenía el lunch hecho.
Se encaminó al puesto de hamburguesas y entre empujones y risas se comenzó a abrir paso. A unos metros de llegar, una mujer grande y robusta se le plantó maciza como un árbol. Llevaba de la mano un pequeño niño con el uniforma de la primaria. Alberto no reconoció al niño, pero no le cayó de extraño, pues la escuela contaba con más de 300 alumnos. Alberto creyó que la podía evadir, pero antes de que lo intentara ella lo sostuvo firme por el hombro y con la actitud de un policía corrupto le dijo:
–Tú, vas a morir joven y en un accidente aéreo.
Por un segundo Alberto no supo qué hacer o cómo responderle a un adulto que te hablaba sobre tu propia muerte. Ni entre sus compañeros se habían planteado la idea de que algún día iban a morir. Después de todo, sólo eran niños de tercer grado de primaria.
La miró con ojos absortos de lo que acababa de escuchar y no terminaba de dar crédito de lo que había dicho aquella señora robusta y desalineada.
En el momento en que ella aflojó la mano sobre el hombro de Alberto, éste recibió la señal de sus cerebro fuerte y clara: «Corre».
Sus pies comenzaron a moverse y antes de que se diera cuenta ya corría a toda prisa. Se perdió entre los cientos de niños que hacían lo mismo que él, sólo que ellos no escapaban de una terrible predicción sobre el fin de sus días.
Alberto terminó la primaria, la secundaria, la preparatoria y a universidad. Todos los niveles con reconocimientos por su destacado desempeño. Se había convertido en el primer ingeniero de su generación, y con todo eso no lograba encontrar trabajo.
Hacía tres meses que paseaba con su currículum bajo el brazo, luciendo el mejor traje de su padre, pero no había tenido suerte. El aparente motivo de su incapacidad para conseguir empleo había pasado de culpar a la recesión económica del país a que simplemente necesitaba una limpia.
Había pedido todos los favores y tocado todas las puertas que tenía al alcance, pero sin éxito alguno.
Recostado en calzoncillos, en las primeras horas de la mañana y mirando las diminutas manchitas que ya comenzaban a plagar el traje, fue que entró la llamada ganadora a su pequeño y barato teléfono móvil.
–Hola, buenos días –Dijo una señorita con voz mecánica, pero amable–. Me podría comunicar con Alberto Hernández.
–Sí, él habla.
–Me comunico de MYP para poder solicitar una segunda entrevista con usted ya que nos encontramos realmente interesados en su currículum. ¿Está usted interesado?
–Claro que sí, señorita –Dijo Alberto sin poder ocultar su creciente entusiasmo, pues sabía que MYP era una empresa magnífica no sólo para comenzar, sino para pasar el resto de su vida– Sólo indíqueme la hora y ahí estaré.
–7 a.m. en las oficinas centrales, en Santa Fe.
–Ahí estaré. ¡Muchas gracias!
La oportunidad que había estado esperando llegó y estaba más que listo para tomarla.
Durante la noche casi no pudo dormir, preparando sus zapatos, camisa, corbata y traje, que en algunas partes ya brillaba por el uso y la falta de tintorería en él.
Se recostó e intentó conciliar el sueño, pero tardo bastante. Cuando al fin lo consiguió una serie de sueños extraños arribaron a su mente con la sutileza con la que el Enola Gay arribó a Hiroshima.
En sus sueños, Alberto era un niño que jugaba con sus diminutos carritos de juguete. Andaba por todo el piso de rodillas, empujando sus carritos sobre una pequeña autopista que había dibujado con gis. Lo hacía como en los viejos tiempos: a empujoncitos y tratando de no salirse de los límites. De pronto veía un pequeño avioncito y no resistía las ganas de cogerlo y volarlo por encima de la pista. De burlarse de los conductores atrapados en sus caminos de gis.
Al tomarlo y comenzar a volarlo algo del avión llamó su atención. Dentro había una personita que se movía angustiada. Acercó su rostro para fijar la vista y se vio a sí mismo, muerto de miedo intentando pilotar el avión. De pronto ya no era un niño sosteniendo un avión de juguete, sino un adulto dentro de una cabina, tratando por todos los medios de parar el inminente impacto que tenía por delante. Sintió que el estómago se le iba hasta la espalda a causa de las fuerzas G. Miró a través de ese enorme cristal el suelo acercarse a una velocidad sorprendente y en el momento del impacto despertó.
Aun no salía el sol y al mirar su reloj se dio cuenta de que apenas faltaban 3 minutos para que las alarmas comenzaran a sonar. Se incorporó algo pálido y con la boca seca, pero bañado en sudor. Recordaba perfectamente todo el sueño.
Tras ducharse le restó importancia, pues en unas horas tendría que estar en Santa Fe para una importante entrevista de trabajo y lo que menos le faltaba era perder una oportunidad así de grande por un sueño sin sentido.
Llegó 15 minutos antes de su cita y la señorita que lo recibió en recursos humanos anotó eso en sus observaciones. Todo fue normal, de hecho, parecía que Alberto estaba teniendo el completo control de la entrevista, hasta que:
–Creo que llegado este punto, me gustaría ser yo quien ahora te hable del puesto.
–Por supuesto –Dijo Alberto con una gran sonrisa–.
–Quiero comenzar por la parte más atractiva del puesto que es la de viajes constantes al extranjero. Debido al manejo de idiomas que muestras…. –Alberto se quedó petrificado. Las palabras comenzaron a sonar lejanas al tiempo que recordaba los sueños que esa misma noche había tenido; el recuerdo de aquella robusta mujer con su macabra predicción. El sudor perló su frente y le humedeció la camisa en la zona de las axilas–… Y todos esos países son sólo los más representativos, pero sin duda habrá vuelos a Medio Oriente. No tiene de qué preocuparse, pues la mayoría de las reuniones serán en Inglés, pero es importante que…
Alberto interrumpió distante de las palabras que pronunciaba.
–No estoy interesado en viajar. Quiero hacer todo desde aquí.
El rostro de la reclutadora mostró un color rojizo que dejaba ver a todas luces su molestia con aquél comentario. Parecía que no sólo estaba rechazando una oferta codiciada de una importante empresa, sino que también la estaba rechazando a ella como mujer y todas las mujeres de su familia.
–Quiero dejar algo muy claro –Añadió ella–: Lo que le estamos ofreciendo en MYP no es cualquier puesto, y si no fuera por la compatibilidad de su persona con el perfil que requiere el puesto, no le diría siguiente: Lo queremos con nosotros, pero no es indispensable. Reconsidere lo que acaba de decir y vuelva a expresarlo.
Alberto lo meditó por un momento.
No podía decirle que no quería subir a un avión porque tuvo una pesadilla esa misma mañana. No le creería ni ella ni nadie si le dijera que de niño una robusta y fachosa vieja le dijo que moriría joven en un accidente aéreo. Simplemente era una estupidez, pero una estupidez respaldada por una creciente aversión proveniente de sus tripas.
–Le tengo pánico a volar –Dijo Alberto creyendo que no era del todo una mentira–.
–¿Miedo a volar? –Dijo la reclutadora en un tono más comprensivo.
–No sólo miedo… ¡Pánico!
–Ya veo –Dijo haciendo otra anotación en los papeles que tenía sobre Alberto–. Pues me gustaría que esta entrevista hubiera podido continuar, pero necesito cubrir el puesto a la brevedad y no puedo seguir dedicándote tiempo. Espero entiendas.
–Lo entiendo perfecto, ¿pero está seguro de que no continúe con el examen de conocimientos? Tal vez sólo nos tome unos minutos más, y puede que así tenga un antecedente para…
–Lo siento Alberto. Estoy segura de que en el futuro habrá algo y ten la certeza de que yo personalmente te llamaré, pero por ahora no hay algo más que te pueda ofrecer.
–No se preocupe –Añadió cabizbajo, pero al mismo tiempo aliviado–.
Alberto salió de las impresionantes oficinas de MYP.
Miró al cielo con resentimiento y se encontró con la titánica e inmaculada estructura. Cubierta en su totalidad de vidrio y proyectando el color azul del firmamento en todas direcciones.
Supo que había dejado ir una oportunidad, pero si ésta se había presentado una vez, lo haría…
Una alarmada voz en su cabeza interrumpió su optimista soliloquio con un mental grito desesperado que repetía frenéticamente la palabra: «¡Corre!».
En los paneles de vidrio que recubrían el edificio apareció una gigantesca ave de metal que se precipita al suelo a un velocidad que no dejaba lugar a un milagroso escape. Un segundo después el cuerpo de Alberto desapareció en una hecatombe pírica que rugió como sólo el fuego puede hacer.
Tratando de escapar a su destino fue que lo había encontrado.