Ahora si tuvo que esperar a que sus ojos se acostumbraran de nuevo a la oscuridad de la habitación. Poco a poco tomó forma aquel bulto sobre la cama y comenzó a reconocer al hombre con el que había compartido la cama por más de 15 años. Levantó la Beretta y cayó en cuenta de que no sentía lastima por él, sino miedo por que las cosas no salieran como ella esperaba.
Respiró hondo y presionó con fuerza el gatillo, pero este se deslizó hasta el fondo y no hubo detonación. Al principio no comprendió qué estaba pasando. Si se trataba de una intervención divina o era que los proyectiles hacía tiempo que dejaron de servir, pero antes de caer en pánico revisó con detenimiento el arma. El seguro estaba puesto. Como si alguien le quisiera dar una oportunidad a ese pobre bastardo. Tardó un poco en encontrarlo y quitarlo, pero al final lo consiguió.
Durante todo ese proceso Martín se movió un par de veces, como si tratara de despertar de una pesadilla o como si algo de otro mundo tratara de advertirle lo que estaba por ocurrir, así que Elvira apresuró las cosas.
Apuntó nuevamente el arma y esta vez sin el seguro puesto. Martín gimió un poco entre sueños y ese sonido conmovió un poco a Elvira y apartó su mente un poco de lo que estaba por hacer, pero entonces y sin previo aviso, Martín se incorporó violentamente con los ojos abiertos como platos mirando directamente a Elvira. Ella no pudo ahogar un grito y sin pensarlo jaló del gatillo tres veces. Le primera vez disparó por puro instinto, la segunda vez fue por miedo a ser atrapada y la tercera por miedo a que quedara vivo. Todo fue muy rápido y sorpresivamente los disparos a penas fueron audibles. Casi como las brujitas que tronaba de niña cada que se acercaba el día de la independencia o el día de la virgen. El primer proyectil desgarró la arteria carótida, sentenciándolo a muerte independientemente de donde dieran los otros dos proyectiles. El segundo atravesó la almohada y se alojó en el muro. El tercero se alojó en la cadera y con esto le imposibilitó la huida.
Elvira presenció el extenso momento que duró la muerte de su marido por desangramiento.
Él no supo realmente qué pasó.
Se había despertado abruptamente de una pesadilla que ahora no recordaba, en mitad de la madrugada y había encontrado con la espectral silueta de una mujer en el marco de la puerta. Tres chispazos iluminaron la habitación momentáneamente. Dos de ellos llegaron acompañados de un dolor muy agudo. El primero en la garganta, el segundo pasó sin pena ni gloria y el tercero fue un golpe agudo en la cadera. Su pierna izquierda se paralizó y no volvió a recuperar el control de ella. Se tiró de espaldas sobre la cama y se llevó ambas manos a la garganta, donde comprendió que no sólo se estaba ahogando con su sangre, sino que la estaba perdiendo en cantidades asombrosas.
Perdió el conocimiento sin saber que Elvira era la autora de esa atrocidad.
Cuando Elvira regresó a la realidad en donde podría ir a la cárcel por el resto de su vida y pasar por la vergüenza de ser señalada como asesina, tomó del closet una pequeña maleta con ropa suficiente para apenas tres días. Salió a toda prisa y casi en shock al grado de que ni siquiera se aseguró si alguno de los vecinos salía o se asomaba a sus ventanas. Los disparos no tenían la fuerza para sonar a los disparos a los que la gente de Ecatepec estaba acostumbrada, pero habría sido una precaución muy lógica.
Corrió la primer calle impulsada por el miedo de ser reconocida por alguno de sus vecinos y pensando que si se había adelantado un poco el plan su amante no tendría problema.
La avenida central ya se podía ver desde ese punto y cruzó la calle a toda prisa. Allá no se veía pasar ni un solo carro y eso hacía sentir a Elvira más segura. No habría testigos. La gente pensaría que algún malviviente habría entrado a la casa, mató al hombre y secuestró a la mujer. En ese momento se le ocurrió que debió de haber traído con ella joyas y pertenencias valiosas, para hacer todo más…
Dicen que la muerte instantánea es indolora. Que pasa tan rápido que no se alcanza a sentir dolor o cualquier otra sensación y simplemente dejas de existir. Elvira descubrió, aquella noche, que cuando la espina se te parte junto con otros 17 huesos como la cadera, fémur, costillas, hombro, y brazos, y que los pulmones se revientan como globos, junto con tres órganos internos más, la muerte instantánea es sólo un cuento para niños. Antes de que su cráneo impactara contra la parrilla de aquel titán de acero, y al fin perdiera la vida, Elvira experimentó un dolor tan potente que en su último pensamiento, realmente deseó no haber nacido.
Algo despedazó el cuerpo de Elvira a 130 kilómetros por hora. Algo monstruoso, mecánico y pesado. Incapaz de frenar a tan poca distancia la colosal mole de metal que circulaba entre calles para evitar que la policía lo detuviera. Algo que la arrojó 25 metros por los aires y que se detuvo a punto de pasarle la primer llanta por encima. Algo que sobre el parabrisas ostentaba la leyenda de El Vengador.
Jorge Sancen se bajó pálido del camión. Sentía que las piernas no le estaban respondiendo y que los labios perdían su calor con velocidad. En menos de 30 minutos muchas personas comenzarían a salir de sus casas, aun de noche, para llegar a tiempo a sus desgastantes trabajos en Ciudad de México.
Todo fue muy rápido, pero lo poco que alcanzó a ver en la mirada estúpida de aquella mujer que no comprendía lo que estaba pasando lo mandó a un viejo recuerdo de su infancia.
Él y su padre estaban viajando por el norte del país. Él a penas era un niño en proceso de aprender el oficio de su padre, así que iba bien asegurado en el lugar del copiloto. Era de noche y se encontraban manejando en carretera. De la nada, había aparecido un venado de cola blanca y sobre la carretera a casi 180 kilómetros por hora su padre no había tenido tiempo de frenar. El venado miró en dirección a ellos y Jorge pudo ver esa mirada desamparada. Su papá detuvo el camión metros adelante, pues después de aventar el cuerpo le había pasado el camión por encima y temía que la cornamenta se hubiera atorado en las llantas o los ejes y acabara por ponchar una llanta. Jorge vio el enorme y despedazado cuerpo no en las llantas, como había pensado, sino esparcido por la carretera. Su papá revisó el camión y tras ver que todo estaba en orden se trepó a la cabina y apuró al pequeño Jorge.
–¿Lo vas a dejar ahí?
–Al rato que pasemos ya no va a haber nada –Dijo su padre con voz ronca y peinándose el bigote–.
–¿Se lo comen los coyotes?
–No. Los camiones que siguen pasando por aquí lo despedazan hasta que no queda nada.
–¿De veras?
–Al rato que vengamos de regreso tú mismo lo vas a ver.
Con ese recuerdo en mente, se aventuró a cargar el cuerpo hasta la avenida central. No podía permitirse caer ahora que por fin comenzaban a ver la luz en transportes Famsancen.
Por ahí no circulaban camiones, pero sí lo hacía una cantidad abrumante de vehículos particulares.
Mirándola de cerca ya no parecía una persona. El golpe la había deformado por completo. Tomó el delgado cuerpo y lo sintió escurrirse en sus brazos. Muchos de sus huesos estaban rotos y se sentía más como un costal relleno de carne que como una persona.
La cargó unos metros y luego la arrastró el restante hasta dejarla sobre avenida central. Era la posición indicada para que sobre ella pasara no sólo la cabina, sino toda la caja repleta de papelería.
No tuvo el valor para mirar cuando las llantas pasaron encima, pero calculó que habían pasado todas y habían cumplido con su función.
Hora y media antes del amanecer comenzaron a pasar a toda velocidad carros de todo Ecatepec y comunidades vecinas.
Muchos de los primeros conductores que salían de madrugada de casa, se toparon con una enorme mancha oscura y grandes piezas de carne. El vengador con sus seis ejes, había hecho un trabajo estupendo, por lo cual sólo una persona a bordo de un Jetta Clásico que pasó por el lugar había sospechado que ahí se había llevado a cabo un siniestro, pero aquél día tenía por delante una serie de juntas importantes en Santa Fe, así que no se detuvo y no volvió a pensar en ello en todo hasta dos años después que atropelló un animal sobre la autopista a Cuernavaca, a casi 140 kilómetros por hora y lo que quedó se parecía mucho a esa misteriosa mancha, años atrás en Ecatepec. De ahí en fuera, nadie más se imaginó que aquel manchón sobre la Avenida Central algún día hubiese sido una persona llamada Elvira.
Amaneció nublado y por la tarde cayó un diluvio. El agua se llevó los pocos restos que hubieran podido levantar cualquier sospecha, y Elvira se convirtió en lodo de alcantarilla.
Por la mañana, Jorge buscó en los periódicos alguna noticia sobre un cadáver encontrado en avenida central, pero no encontró nada. Al día siguiente hizo lo mismo y lo más cercano a la zona fue la noticia de un hombre muerto a tiros en la habitación de su casa. Las primeras declaraciones por parte de los vecinos apuntaban a un robo a casa habitación que se había complicado al punto de terminar en el secuestro de la esposa.
Nadie jamás sospechó que los dos gatos de la colonia que murieron esa misma noche habían muerto por haber comido el relleno de los chiles en nogada, que por supuesto eran la primera opción de Elvira para deshacerse de Martín.
Tampoco revisaron los cuadernos donde Elvira llevaba un diario detallado de cómo se había involucrado con un vendedor se seguros con el que tenía jornadas muy intensas de sexo al grado de volverse una experta en BDSM. Éste la había convencido de asegurar a su marido, asesinarlo a manera de hacerlo parecer una muerte natural o un asalto.
A Elvira realmente no le importaba el dinero, sino saberse deseada, pero no lo sabía, así que actuó como actuó.
Para Jorge Sancen las cosas mejoraron bastante y terminó por quedarse con la cuenta de aquella empresa dedicada a la papelería. El negocio prosperó al grado de alimentarlos por generaciones. No volvió a pensar conscientemente en todo ello, pero hasta el último día de su vida tuvo pesadillas. Al despertar, como si de una bendición se tratara, siempre olvidaba lo que había soñado, al punto de creer y decir abiertamente que él nunca soñaba. Su esposa era la única que lo sabía, pero jamás dijo nada porque creía que a él le avergonzaba admitir que incluso había noches en las que lloraba dormido.
Por Kris Durden
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