El maldito calor del verano me hacía dar vueltas sobre la cama de un lado a otro, empapado en sudor. Tenía las sabanas adheridas a todo el cuerpo; las piernas, los brazos y los genitales eran la peor parte. No recordaba haberla pasado tan mal desde el verano del 2002, cuando en el último día de escuela Rodrigo y Hugo me habían levantado de las piernas y brazos para jugarme la vieja broma de la “cunita”, pero uno de ellos decidió que sería buena idea, soltar mis piernas con un segundo de retraso para que no pudiera caer de pie. Me pasé todas las vacaciones con un maldito collarín, la clavícula rota y la cintura partida por el banquetazo. A la fecha siguen muriendo de risa cuando cuentan esa historia y yo sigo muriendo de envidia sólo de saber que me perdí de las mejores vacaciones del mundo, pues todos se habían ido de campamento y mientras perdían la virginidad con las chicas más hermosas de la escuela, yo tenía que rascarme la nuca con un lápiz y sentarme en una dona a medio día, para poder comer una pastosa y grasosa sopa aguada.
Ahora no parecía tan malo, sólo tenía una pierna enyesada y la seguridad de que no volvería a lanzarme de un paracaídas nunca más.
Bel estaba todo el tiempo pendiente de mí, era una gran cocinera, gran compañera, pero aún mejor amante. Sólo se ausentaba para ir al trabajo, en el cual pasaba 9 horas preparando platillos gourmet para los demás y luego regresaba directo a casa para consentirme sólo a mí. Lo único que detestaba del asunto, eran sus horarios. Solía llegar hasta las 3 de la madrugada o a las 6 de la mañana, si el imbécil de Mario, el Sous Chef (Como Bel solía llamarlo), se equivocaba en el inventario y tenía que hacerlo todo de nuevo. De ahí en fuera, todo era perfecto.
La primera semana de la incapacidad la había disfrutado bastante, pero la segunda ya comenzaba a tornarse tediosa y apenas era lunes. Ya había tenido suficiente de Facebook y los narcisistas comentarios que al principio me habían parecido ingeniosos, pero muy pronto me había dado cuenta de que sólo copiaban y pegaban las frases más profundas sin la menor intención de reconocer su procedencia. Era como decían en la película The Fight Club: una copia, de una copia, de una copia, de una copia…
Estaba por refugiarme en los aburridos programas de televisión cuando noté que el librero estaba lleno de posibilidades. Al principio creí que sólo iba a encontrar libros de cocina, pero Bel no sólo era trabajadora y muy hermosa, también era una chica con amplios conocimientos de cultura en general. Y efectivamente, en la parte superior del librero encontré toda una repisa llena de novelas junto con una pequeña araña, tan pequeña, que la confundí con una hormiga despistada.
Al final me decidí por Lestat el vampiro de Anne Rice.
Regresé con trabajos a la habitación, con el libro en una mano y las muletas en la otra, después de eso, la casa se quedó en silencio por horas.
Tal vez serían las tres de la madrugada del día martes, cuando lo noté por primera vez. Era como si una bolsa de plástico se estuviera moviendo con el viento, pero no podía identificar de dónde provenía el sonido. Además, todas las ventanas se encontraban cerradas y eso descartaba esa posibilidad casi por completo. Unos minutos más tarde, el ruido desapareció. No supe en qué momento me quedé dormido, pero cuando abrí los ojos, Bel ya estaba acariciándome la cara con una sonrisa encantadora que pasó de decir “te amo” a decir “te deseo”. Esa noche el yeso no fue impedimento para practicar más de ocho de nuestras posiciones favoritas.
El martes por la noche le había dado una segunda oportunidad al Facebook, pero lo más relevante que pude encontrar fue un video donde un mono capuchino vestido de mariachi molestaba a un perrito pug y luego de ponerle una montura lo usaba como caballo, fue lo bastante bueno como para sonreír y comentar el video con un “jajaja”. Antes de cerrar la computadora vi que otra diminuta araña caminaba sobre mi mano, pensé en matarla, pero después de todo, ella podría velar mis sueños y salvarme de alguno de esos detestables mosquitos de Agosto.
A penas entrada la madrugada del miércoles, reinicié la lectura donde creí que me había quedado.
No tardó mucho en escucharse la misteriosa bolsa una vez más. Decidí ignorarla, pero me di cuenta de que si no encontraba su origen, tal vez me volvería loco por no poder hacer ni una cosa ni la otra. Apenas me estaba incorporando, cuando dejó de escucharse, esperé unos 5 minutos esperando que volviera a aparecer, pero no hubo más. Continué con mi lectura y esta vez no tardé mucho en quedarme dormido. Cuando abrí los ojos de nuevo, no había sido porque Bel estuviera dispuesta a que mejoráramos lo de la noche anterior, sino porque una vez más la misteriosa bolsa comenzó a sonar. No le di oportunidad y me incorporé de una sola vez, sintiendo un dolor en el hueso que me hizo recapacitar la velocidad a la que debía de atacar. Al final di con que el sonido provenía del armario.
A pesar de que la casa había sido remodelada, no podía ocultar que era vieja y una prueba de ello era ese enorme armario en donde no solo cabían todos los zapatos de Bel, sino también toda su ropa y aún le había quedado espacio para meter hasta las repisas más altas, edredones, sábanas y sí, bolsas repletas de “triques”. En ese momento comencé a sospechar que se trataba de un ratón. Tenía ganas de comenzar una faena épica, comparable solo con el trabajo que hacía él o la maquillista de Lady Gaga, pero antes tenía que esperar a Bel para pedirle permiso de mover todas sus cosas.
Cuando llegó me comió a besos y me dijo.
Hoy tengo la intención de que no duermas en toda la noche.
Fue entonces que olvidé todo lo que le iba a decir, pero mientras nos besábamos de una manera voraz, lo pude escuchar de nuevo y la interrumpí diciendo:
¿Lo escuchas, Bel? Creo que tenemos un ratón.
En este momento no puedo escuchar nada que no sea vamos a usar las esposas – Decía, al tiempo que sacaba de su bolsa un par de esposas de peluche rosa del tipo que uno encuentra en una sex shop
La miré con asombro y antes de perder la cabeza, le dije:
Bel, tenemos un ratón y mañana cuando te vallas, yo lo voy a atrapar, ¿De acuerdo?
Has lo que quieras mañana, pero hoy vas a hacer lo que yo te diga.
Si la bolsa hizo ruido durante la noche, seguro que nadie la pudo escuchar.
La siguiente noche ya ni siquiera encendí la computadora. Me había enganchado el libro con la manera en la que Lestat de Lioncourt había salido a cazar en las montañas a una jauría de lobos que había estado atormentando al pueblo y durante la batalla había perdido a su caballo y a dos enormes perros que habían dado su vida para protegerlo. Consiguió matarlos a todos, pero estuvo al borde de la muerte.
La sangrienta escena de cómo los lobos habían devorado a los animales me parecía grotesca y me aterraba imaginar qué se sentía morir de esa forma.
Cuando más concentrado estaba en el libro, me tomó por sorpresa el sonido de algo cayendo en el armario y recordé que yo también tenía que hacerla de cazador.
Me incorporé y me apresuré a ver qué era, pensando que si Lestat había podido con una jauría de lobos yo sin duda podría con un pequeño ratón.
Medité un momento mientras contemplaba el lugar. Vi que lo que se había caído era una de las bolsas negras de la parte más alta del closet. Decidí que tenía que ir por una jerga húmeda para ponerla debajo de la puerta de la habitación y que el pequeño intruso no pudiera escapar. También necesitaría tener a la mano jalador, escoba y bolsa. Eso sería suficiente para este cazador.
Al abrir la bolsa que se encontraba en el piso del armario me encontré con un montón de esferas hechas pedazos, más abajo había un antiguo duende de la navidad. Era uno de esos muñecos viejos que en su tiempo podría haber sido hermoso, pero que con los años había adquirido una expresión desesperada y una sonrisa enfermiza. Lo dejé a un lado para seguir buscando. Al fondo sólo encontré series navideñas.
Ahora sabía por dónde debía de comenzar. La parte de arriba. Pensé que seguro el ratón ya se había instalado en alguna de las cajas y me mentalicé para revisar bolsa por bolsa.
Estaba muy oscuro y la poca luz que alcanzaba a entrar no daba para iluminar sino hasta la repisa inferior. Bajé una bolsa negra con mucho cuidado, esta era muy ligera. Antes de ponerla en el piso, miré en su interior y un par de ojos me tomaron por sorpresa, casi di un grito y estuve a punto de soltar la bolsa, pero me contuve, miré con más detenimiento y vi que sólo eran los ojos del reno de navidad más feo que hubiera visto. Lo que le había dado un aspecto aterrador era esa horrible hierba grisácea que utilizaban para los nacimientos. Pensé que todos esos adornos no debían de pertenecer a la navidad sino al Halloween, sin duda matarían de miedo a muchos tan solo con ponerlos a oscuras y cerca de una vela. Metí la mano, temeroso de lo que podía encontrar, la revolví toda y sólo pude hallar un par de borregos de cerámica y un caballo de plástico.
Tomé la siguiente bolsa, mucho más polvorienta que la anterior, al traerla hacia mí, tiré algo sobre la misma repisa, no le di importancia en ese momento. Miré dentro de la bolsa y encontré un hermoso Santa Claus de porcelana y tela junto con un montón de series y luces navideñas, saqué el muñeco y bajé la bolsa al suelo. A penas lo comenzaba a observar cuando regresé la vista a la repisa, miré por unos segundos y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Al principio creí que eso que había tirado se trataba de más de esa hierba gris, pero luego comenzó a tomar forma. No era un ratón, era una maldita y enorme rata del tamaño de un conejo. De no haber tenido la pierna enyesada habría saltado hasta el otro extremo de la habitación. Perdí el equilibrio, pero sin soltar a Santa Claus me sostuve de la pared para no caer. Pensé que la brusquedad de mis movimientos la harían saltarme a la cara, pero la rata ni siquiera se movió. Miré con atención y vi que la razón era que estaba muerta. Tenía la cola gruesa como un lápiz y muy derecha. Estiré la mano lentamente y antes de que la pudiera tocar, algo raro comenzó a pasar.
Una sombra espesa comenzó a emerger de ella, era como si una bola de pelo viviente estuviera saliendo de ella. Abrí los ojos a más no poder y enfoqué todo lo que pude. De las cuencas de los ojos, de la boca y del trasero de la rata le salía esa cosa negra, que al llegar a la orilla de la repisa se despedazaba y a caía al suelo.
La rata comenzó a perder volumen y pasó de un robusto roedor a un pellejo con pelos. No comprendía lo que estaba pasando hasta que al final vi cómo el cadáver se giraba y dejaba ver un enorme agujero en su costado del cual le salía con mucha dificultad una araña negra, tan grande que cabría en la palma de mi mano. Un escalofrío me comenzó en la nuca y me recorrió todo el cuerpo. Comprendí que eso que yo creí que era pelo viviente, no eran más que infinidad de diminutas arañas y que habían matado a una rata para hacerla su hogar.
Los escalofríos no pararon y esta vez no pude evitar gritar, repetí con la voz temblorosa una cantidad absurda de veces la palabra “Fuck”.
La araña corrió con una velocidad increíble hacia una de las esquinas del armario y antes de que pudiera hacer cualquier cosa, yo ya estaba cubierto de arañas. Había de todos los tamaños caminándome por la mano izquierda, por el brazo, el cuello, la nuca, las orejas y la cara. Sentía sus miles de patitas caminando veloces a travesando por el lado izquierdo de mi espalda al derecho y luego una sensación semejante a la de un baño de alfilerazos. Fue ahí cuando me di cuenta de que las arañas estaban saliendo de la boca de Santa. Lo arrojé con todas mis fuerzas y recuerdo haberlo visto reventar contra la pared y de los restos vi correr a otras dos enormes arañas muy parecidas a la primera que había salido de la rata. Perdí el equilibrio mientras trataba de quitármelas de encima y al caer me di un fuerte golpe en la nuca. Vi un flashazo y luego toda la habitación estaba muy iluminada. Lo último que recuerdo fue a una de esas enormes arañas corriendo a toda prisa hacia mí rostro. No supe más.
Cuando desperté fue porque el dolor me había invadido por completo, sentí como si tuviera el cuerpo completamente quemado y no estaba lejos de ser así, pues el veneno había necrosado mi piel. La había disuelto. Me comencé a mover con desesperación y en ese momento me percaté de que me habían amputado el brazo izquierdo. Dos enfermeras se apresuraron a controlarme, pero no sabían cómo hacerlo. Cuando llegó la doctora, inmediatamente puso una inyección en una de las bolsas que estaban conectadas a mi brazo derecho y del cual también habían desaparecido los dedos.
Las siguientes semanas deseé estar muerto. Me enteré de que las arañas que me habían atacado eran Loxosceles Laeta, una pequeña araña negra o marrón que posee uno de los venenos más mortales de todas y que sólo para que me diera una idea de lo que me había pasado, su veneno puede llegar a ser 10 veces más poderoso en su efecto que la quemadura con ácido sulfúrico. La famosa “Araña Violinista”. A partir de ese momento comenzaron a darme las malas noticias.
El veneno me había disuelto grandes cantidades de piel y musculo del brazo izquierdo y lo tuvieron que amputar. El cuello era un desastre y tendrían que buscar un poco de piel de otra parte de mi cuerpo para injertarla ahí. De los dedos de la mano derecha sólo habían podido salvar uno, dijeron que era una fortuna que fuera el pulgar; ¿Una fortuna? Debían de estar locos.
La peor parte se la llevó la cara. Ya no tenía una oreja, el parpado se había disuelto junto con la córnea. Los labios los tenía casi desaparecidos y todo el tiempo estaba mostrando los dientes, como esos pequeños y feos perritos que parecen estar enojados todo el tiempo, pero que podían parecerle tiernos a muchas mujeres. Yo no podría haberle parecido tierno a nadie ni de broma.
Cuando por fin pude comenzar a articular palabras, les pude explicar lo que había pasado y dijeron haber encontrado a la rata, pero no había más que 4 arañas muertas. Les dije que eso había pasado después de media noche y ellos me dijeron que Bel fue la que me encontró con una herida enorme en la nuca, pero hasta las 5:30am. ¡Estúpido Mario! – Pensé – Estúpido ¡Sous Chef!
Para cuando salí del hospital ya caminaba. Mi pierna había sanado. Lo primero que descubrí fue que me podía dar un ataque de pánico si veía una araña. Tardé más tiempo en darme cuenta de que Santa Claus me hacía cagarme de miedo. Literal. Entonces vi que esas arañas también habían disuelto mi dignidad.
De verdad lo intenté, pero la vida con un rostro que no encontrarías ni en la mejor película de terror, no es posible de llevar por nadie.
Hoy escribo estas líneas esperando salvar la vida de algún incauto, advirtiéndole que las bolsas de la navidad pueden ser más aterradoras que las de día de muertos o halloween.
Yo por mi parte me despido terminando todo esto como comenzó, pero esta vez me aseguraré de que no sólo me romperé una pierna.
Por: Kris Durden
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