Estoy seguro de no ser la única persona en la historia de la humanidad que ha disfrutado de la bendición de contar con un amigo que, probablemente no sea el más cercano, el que visitamos más, mi compañero de fiestas y alegrías, pero que si se ha destacado por ser el que está ahí cuando las cosas se ponen negras, cuando necesito a alguien que me escuche y no me juzgue, del cual no espero un largo discurso analizando que hice mal, sino que es un experto en darme contención y que pocas, muy pocas veces (o más bien casi nunca), me va a decir que no a una solicitud clara y concisa de ayuda para salir delante de un problema.
Frecuentemente me preguntan en redes sociales que hay que hacer cuando estamos enfrente de una persona que está teniendo una crisis depresiva o de ansiedad al lado nuestro. No se requiere de una capacitación especial, ni de un diploma que nos certifique, hay que poner atención en lo que le está pasando al que está sufriendo, escucharlo para poder entender que es lo que lo está poniendo mal, mantenernos calmados nosotros y no vibrar en el mismo ritmo que el afectado, RESPIRAR CON MAYÚSCULAS (eso baja los síntomas físicos de una crisis). Habiendo entendido que está pasando, yo con la cabeza fría lo tengo que ayudar a priorizar las acciones para estar mejor y conectar con sus necesidades y donde las resolverá. Y finalmente, tener la sabiduría y el sentido común, que, si se trata de un evento aislado y lo resolvimos, esto fue un éxito; pero que si la crisis descubre un problema subyacente que requiere más atención experta en salud mental, acompañarlo en el proceso de la búsqueda de ayuda y el inicio de la solución.
Ese es el papel de un “amigo antidepresivo”·