Mi incansable lucha por mi independencia

Kris Durden

A los 6 años, mi hermana y yo ya sabíamos encender la estufa, calentar tortillas y el guisado que mi mamá había preparado una noche antes. Ella solía estar con nosotros toda la semana, pero los viernes y sábados tenía que salir a trabajar a la Ciudad de México para poder aportar una ayuda extra a la economía de la casa. No nos dejaba completamente solos, sino que nos mandaba a casa de la abuela para que ella nos supervisara, pero para mi mamá era importante que nosotros supiéramos atendernos por si la abuela en algún momento no podía cuidarnos; y eso llegó a pasar un par de veces. Durante los siguientes años nos enseñó a mantener la casa aseada y nos dejó dinero para que lo administráramos entre mi hermana y yo, para así poder comprar alimentos.
En los últimos años de primaria conocí a Martín, el chico que me enseñó a trabajar bien y rápido. Sus papás eran comerciantes en el centro histórico de la Ciudad de México, así que cuando Martín salía de la primaria tenía que ir directo a su casa para comenzar a hacer unas muñecas muy folclóricas con tela, zacate, unicel y silicón. Comencé a juntarme con él y al poco tiempo ya estaba en su casa ayudándole a terminar las 100 muñecas diarias que tenía que hacer.
Cuando entramos a la secundaria comencé a acompañarlo hasta el centro histórico para entregar las muñecas. Era un niño de 12 años que jamás había ido más allá de la unidad habitacional y que ahora tomaba camiones para entregar pedidos en la ciudad. Sin duda eso puso mi autoestima y seguridad por los cielos. Ahí nació en mi cabeza la idea de que podía vivir solo y valerme por mí mismo. Le conté a mi mamá y ella se rió de mí. Seguro fue una risa inocente al ver a un niño de 12 años pensando esas cosas, pero para mí fue muy personal. Para mí su risa había significado que no me creía y yo estaba dispuesto llevar hasta las ultimas consecuencias la misión de demostrarle que no debía de subestimarme.
Cuando cumplí 14 años ya estaba convencido de que quería irme de la casa. La verdad es que me quería independizar de una manera u otra, y si eso implicaba tener que fugarme sin decirle a mis papás una sola palabra, eso iba a hacer.
Convencí a un amigo de la secundaria de que podíamos iniciar una nueva vida en Acapulco, pero cuando llegamos a la ciudad y estábamos cerca de la estación de autobuses mi amigo se acobardó y regresó a casa. Continué un par de estaciones más del metro sin él, pero sin apoyo moral no pude continuar mucho, así que regresé con la cabeza abajo y el autoestima por los suelos a la casa de mis papás.
Cuando cumplí 16 lo volví a intentar. Convencí a otro amigo, pero igual que la vez anterior se arrepintió a medio camino. Continué caminando, pero esta vez decidí que tenía que avisar a mi mamá. Le marqué por teléfono y aunque la discusión fue dura, terminó por convencerme de que esperara hasta los 18 años. Así hice.
A los 18 ya terminaba la carrera de programación y análisis de sistemas y ya estaba trabajando como elemento de seguridad en una cadena de bares. Tenía muy presente la risa que me había dedicado mi mamá a los 12, pero ahora tenía menos prisa para hacerlo. Me descubrí un día buscando que alguno de mis mejores amigos de la infancia fuere ese alguien que me acompañara en esta gran aventura, pero , no encontré ninguno dispuesto a ello. Al final pude hacer mi sueño con uno de mis compañeros de trabajo, que más tarde terminó siendo uno de mis mejores amigos. De esos que consideras un hermano de diferente mamá.
Cuando al fin obtuve lo que quería me di cuenta de muchas cosas. Muchas muy positivas, pero también había negativas y una de ellas era que en realidad una parte de mí no corría a cumplir un sueño, sino que estaba huyendo de algo. Fue un golpe duro, pues no me gustaba sentirme como un cobarde, pero era cierto. Huía de las personas que me decían qué hacer y cuándo hacerlo. Quería decidir por mí mismo cuándo tender mi cama, cuándo salir de madrugada, a qué hora llegar, cuándo ver a mis amigos y cuándo correrlos de casa, pero sobre todo quería cometer mis propios errores.
Descubrí que detesto que me digan que haga las cosas, pero como dijo alguna vez mi papá «Si no te gusta que te digan que hacer, haz tú lo que tienes que hacer. No necesitas que te esté correteando.»
Tener independencia me dio la oportunidad de escapar momentáneamente de eso, pero la realidad es que siempre habrá una persona en la vida que te diga cómo y cuándo actuar. En mi caso es mi pareja, mi jefa o jefe, el SAT e incluso de vez en cuando, como el fénix resurgiendo de las cenizas, mis padres.
Poco a poco me hago a la idea de que recibir indicaciones de alguien más no necesariamente significa que eres un perdedor sin criterio, sino que es parte de vivir en sociedad. Es parte del equilibrio; y el equilibrio es la base de mi filosofía de vida.

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