El cielo estaba despejado y por consecuente de una azul muy intenso, como pocas veces se veía en la Ciudad de México. El viento soplaba limpio y fresco. La primavera había llegado y todos los árboles en Coyoacán derramaban de sus copas un renovado color verde. Mi papá se había quedado en casa y aprovechó para que saliéramos él y yo a jugar un rato, pues mi hermana y mi mamá habían ido al mercado a comprar carne, frutas y verduras frescas. Yo a penas tenía unos tres, o tal vez cuatro años, así que bajó mi triciclo y me dejó dar unas vueltas en este. Estábamos justo afuera de la casa con la abandonada calle para nosotros dos. Yo amaba la velocidad, pero sobre todo la sensación que la aceleración provoca en el estómago, así que me esforzaba por alcanzar en poco tiempo la velocidad máxima del triciclo. Subía las pequeñas rampas y me encarreraba para bajarlas a toda velocidad mientras daba una vuelta muy cerrada. Cumplía con una especie de circuito, subiendo y bajando rampas de estacionamiento, y pasando siempre frente a mi papá que esperaba recargado en la pared de la casa, con un cigarro entre los labios y esperando a que me cansara… o me cayera y llorara.
En una de aquellas vueltas cuando pasé justo frente a él, este alargó su pierna a manera de que mis ruedas se atoraran y yo cayera del triciclo. Como lo haría un gato que tira un vaso de una repisa, sólo para ver qué pasa. Yo perdí el equilibrio y me fui de bruces al piso, me quedé tendido unos segundos y justo en ese momento iba llegando mi mamá al retorno. Pudo apreciar todo el espectáculo. Miró a mi papá metiendo su enorme pie entre las ruedas y me miró caer aparatosamente, esperando que estallara en llanto. Apreció todo el espectáculo en la impotencia de la distancia. Antes de que ella pudiera decir cualquier cosa, me miró levantarme, sacudirme las rodillas y mirarlo a los ojos. Cuenta que no había visto a un niño mirar así a un adulto. Levanté el triciclo y me puse en marcha de nuevo, pero esta vez con más cuidado al pasar junto a él.
Unos años más tarde, nos sentábamos a la mesa después de cenar. Mi mamá proponía que jugáramos un juego de mesa para pasar el rato. Yo estaba entusiasmado con las damas chinas que recientemente me había enseñado a jugar mi mamá. Mi papá propuso dominó, que era uno de los juegos que más jugaba mi abuelo (su padre) y que seguro había enseñado a mi papá a jugar, y además argumentaba que era algo que podíamos jugar los tres al mismo tiempo. Al final mi mamá accedió y yo no me desilusioné, pues el dominó no era un juego tan complicado, pero no me agradaba que no fuera de estrategia sino de suerte (en eso me equivocaba). Después de que me dejaran hacer la sopa, escogimos nuestras fichas y comenzamos a jugar. Antes de lo que pensaba mi papá ya nos había ganado a los dos. Sentí algo extraño, pues comúnmente mi mamá me daba una oportunidad de ganar y muchos de los juegos me dejaba ganarlos a mí. Mi papá no había tenido piedad y me trató como un jugador más y no como un hijo al que se le revelan los secretos del juego. Jugamos una vez más y el resultado fue el mismo; y seguimos jugando y jugando y jugando, y en cada una de esas veces mi mamá y yo perdimos. Llegó un punto en el que mi mamá lo reprendió como sólo una mujer reprende a su marido y lo acusó de estar contando las fichas. No comprendí cómo era que se podían contar las fichas, pero me pareció que ese juego no sólo era de suerte, sino de estrategia y todo el tiempo había tomado ventaja de eso para ganarnos. Yo estaría entre los seis o siete años, pues no tenía mucho que habíamos llegado a vivir a Ecatepec. Sentí coraje y los ojos se me llenaron de lágrimas. Quería gritarle que era una mala persona, pero otra parte de mí sabía que no podía decir nada, pues no era su obligación enseñarnos a jugar o dejarnos ganar. Mi mamá me miró llorar y le dijo a mi papá con la misma voz de “obedece” (que utilizaba para pedirme que apagara la televisión e hiciera mi tarea), pero mi papá se mostró inflexible.
-Tiene que aprender a perder –Fue todo lo que dijo, mientras esbozaba una sonrisa que no sabría cómo interpretar-.
Jugamos un juego más y yo estuve todo el tiempo al borde del llanto, tal vez porque en realidad no sabía perder, pero yo creo que era por el coraje de que no quisiera enseñarnos a ganar.
Terminó el juego y ganó de nuevo. No pude contenerme más y de mis ojos brotó como un río el llanto de un niño víctima de la frustración. Mi mamá posó sobre él su mirada matona. Mi papá sonrió y dijo con voz piadosa que me dejaría ganar el siguiente. Eso me llenó de odio contra él. ¡No quería que me dejara ganar! Quería que me enseñara cómo podría ganarle. Me levanté y me fui llorando a mi habitación.
Mi infancia con mi papá está llena de historias como esa, pero aquella me marcó por siempre, pues aunque al principio pensé que era el peor padre del mundo, con el tiempo comencé a entender su forma de ser y no era que me odiara o no me quisiera como hijo, sino que se había hecho a la tarea de enseñarme las lecciones más duras que la vida me iba a poner enfrente. Me estaba enseñando que las personas que más quieres, en algún momento te pueden lastimar, pero eso no significa que te vas a quedar en el piso esperando a que te levanten. Me enseñaba que lo importante de jugar no es ganar, sino disfrutar el reto y que llegaría un punto en el que me iba a frustrar por la derrota, pero tendría que afrontar ese sentimiento y regresar a jugar hasta vencer.
Mi papá siguió invitándome a jugar dominó muchas veces más. Cada que jugábamos yo me fastidiaba porque siempre era lo mismo. Un callejón de frustración. Algunas veces dejó de hacerlo por meses, pero no pasaba mucho tiempo antes de que lo desempolvara y me dijera que quería jugar conmigo. Una noche, después de incontables derrotas, nos sentamos a la mesa y jugamos dominó de nuevo. Ya sospechaba cómo era que contaba las fichas y aunque era muy vaga la idea que tenía, me aventuré a utilizarla. Me ganó los primeros juegos, pero cada vez con mayor dificultad.
En la última partida, cuando más cerrado comenzó a hacerse el juego y creía que más oportunidad tenía, orillé a mi papá a hacerse de todas las fichas sobrantes, éste esbozó su habitual sonrisa y sentí miedo de perder de nuevo. Le había puesto una trampa y no sabía si la había descubierto. Cuando bajó la primera ficha lo descubrí. Había caído.
Gané el juego y me sentí el joven más feliz del mundo. Tenía ganas de gritar y brincar, pero me limité a sonreír. Mi papá me devolvió la sonrisa, apagó su cigarro y dijo ya vámonos a dormir, porque mañana tienes escuela. Dormí como un bebé y con una sonrisa en la cara.
Desde ese día no hemos vuelto a jugar dominó, pero me ha seguido llenando de lecciones. Lecciones que al principio resultan algo crueles, pero que con el tiempo me dejan ver que él es uno de los maestros más duros que he tenido, pero el que mejor me ha preparado para el reto llamado vida.
Todos los fracasos, la frustración e impotencia del pasado estaban sentando las bases del nivel de vida que ahora disfrutas.- Tony Robbins.