No es raro que algún padre me comente en el consultorio, sobre ¿qué tiene que hacer para que su hijo sea menos fantasioso? Como si fuera un síntoma de una enfermedad o algo malo que debemos de quitarnos con motivo de poder madurar. En efecto tienen razón, pero de forma diferente… necesitamos a la fantasía justo para poder madurar de forma correcta.
La fantasía nos hace creer en los superpoderes, en que se pueden lograr cosas imposibles, después es la que nos sirve para saber que no se pueden lograr esas cosas imposibles, pero que si podemos alcanzar otras mejores si nos adaptamos, pero sobre todo, en una etapa crítica de nuestra infancia: nos conecta de forma imborrable con nuestros padres. Gracias a la fantasía creemos que nuestra madre es capaz de darnos todo el amor del mundo, que no necesitamos de nada más para ser felices; y después, nos enseña que nuestro padre es fuerte y poderoso, que sabe lo que está bien y lo que está mal, y que es la fuente básica de consejos para poder triunfar en la vida.
Más adelante, la fantasía nos hace soñar que podemos ser ídolos del deporte y gracias a ese impulso salimos a hacer ejercicio diario. En la adolescencia, nos ayuda a pensar en la profesión en la que vamos a potencializar todas nuestras capacidades y que va a ser la que nos permita ser dedicados y alcanzar un increíble desarrollo profesional.
En la adultez joven, nos hace idealizar a la pareja, nos ayuda a verle grandes virtudes, en pocas palabras… a enamorarnos. Y de esa explosión inicial, nos hace fijar metas realistas que, si se luchan día a día de forma continua, sí se pueden alcanzar. Gracias a ella, aguantamos las friegas de criar y educar a los hijos, sabiendo que podrían ser grandes personas. Y en el ocaso de la vida, nos ayuda a pensar que alguna huella logramos en el mundo y que seguro nos van a recordar de una forma bonita y honesta.
Así es que, con motivo de la entrega de los Oscares, de una película fantasiosa como “La Forma del Agua”, no infraestimemos la fantasía, hay que usarla a favor.