El gélido aire decembrino se mezclaba con el delicioso aroma de los estofados navideños que emanaba de las cocinas cercanas. Yo caminaba cerca de las banquetas, justo donde se acumulan las hojas secas de los árboles, sólo para poder pisarlas todas. En las entumidas y enguantadas manos llevaba algunos obsequios que había comprado la noche anterior en el bazar. Detalles nada costosos, pues en aquél entonces sólo tenía trabajos de medios tiempo y no alcanzaba para mucho.
Cuando llegué y llamé a la puerta, mi abuelita fue quien abrió para recibirme. Tenía una sonrisa enorme en el rostro y justo después de eso me impactó un cálido aroma cargado de deliciosos sabores. Me apresuré a entrar para que no siguiera escapando.
Encontré a toda la familia andando de un lado para otro, todos ayudando para que todo estuviera listo para la hora de la cena.
-¡Hijo! –Dijo mi mamá con sorpresa, al tiempo que me alcanzaba un par de trapos –. Qué bueno que llegaste. Ayúdale a tu padre a voltear la pierna del horno.
Me apresuré a colocar los regalos bajo el árbol. Me quité las orejeras y la chamarra. Antes de llegar a la cocina me interceptó mi tía María.
-¡Mi beso! –Dijo con una sonrisa de tía maldosa que sabe que su sobrino se avergüenza, pero ella no -. No salgas con que ya estás muy grande para darle beso a tu tía.
Sonreí y le di un beso en la mejilla. Sabía que tenía las manos heladas y aproveché para tocarle con ellas la nuca. Mi tía pegó un brinco y me dio un manazo al tiempo que gritaba algo como «¡Condenado chamaco!» Yo salí disparado para la cocina y encontré a mi papá con el horno abierto y trinchando la carne.
-¡Hijo, que bueno que llegaste! –Dijo mientras me pasaba la mano por la espalda de manera afectuosa, como hacía siempre que se sentía feliz de verme -. Tu mamá está desesperada porque no hemos volteado la pierna. Anda.
Volteamos la pierna. Mis tías pusieron la mesa. Mi abuelita se encargó del espagueti a la boloñesa. Mis mamá terminó el ponche. Mi hermana fue por refrescos y pan.
Para las 11 de la noche ya estábamos todos sentados frente a la mesa, compartiendo la comida y riendo con las historias que contaban mis tías y mi abuelita.
-Una navidad cuando vivía en Alaska –Comenzó diciendo mi abuelita, con ese tono tan cálido y amoroso que jamás he escuchado en ninguna otra persona –Yo estaba muy triste, porque extrañaba mucho a mis hijos. Todos estaban en México, DF o California. Yo tenía mucho que no los veía, y aunque mis sobrinos y mis primos estaban conmigo, no era lo mismo. Llevaba triste ya muchas semanas, así que a uno de mis sobrinos se le ocurrió hacerme un regalo, pero también se le ocurrió que no sería él quien me lo entregaría. A la cena de navidad invitó a un amigo y cuando llegó la hora de abrir los regalos, le hizo ver a su amigo que no había llevado regalo para mí, pero antes de que cayera en pánico, mi sobrino le arrimó el obsequio sorpresa. Él lo recibió con alivio y me lo entregó con una respetuosa sonrisa y un abrazo. Cuando comencé a abrirlo pensé «Que bonita tela, seguro es un juego de sábanas», pero cuando terminé de sacarlas y las extendí en el aire, todos se quedaron petrificados. ¡Eran unos calzones gigantes! Yo miré con asombro al amigo de mi sobrino y este se puso tan rojo que parecía que se estaba ahogando. Mis primos y sobrinos lo voltearon a ver sin saber qué hacer y en ese momento solté la carcajada más fuerte de mi vida. Mi sobrino comenzó a reír y todos se soltaron a reír conmigo. El muchacho no sabía ni dónde meter la cabeza. Esa noche reí hasta las lágrimas. El muchacho se disculpó y nos contó que él no había comprado el regalo, sino que mi sobrino se lo dio aprovechándose de la situación. Desde luego lo disculpé. Cuando me fui a dormir reflexioné en cómo me sentía y descubrí que de verdad era un regalo que me hacía falta. Necesitaba el alimento del alma. Necesitaba reír. Desde entonces no dejo pasar un día sin, por lo menor una sola vez, reír.
Evidentemente con el tiempo me di cuenta de que podría sonreír más si estaba con mis hijos y con mis nietos y pues, aquí estoy. Sonriendo y viéndolos sonreír.
No recuerdo bien la reacción de todos, pero sí recuerdo haber reflexionado mucho en esa historia. Llegué a la conclusión de que la risa era tan importante como comer, beber o respirar. Que uno siempre debe de tener la capacidad de reírse de si mismo. Que uno siempre debe de estar cerca de su familia, porque con ellos las sonrisas cada día son más fáciles de encontrar. Que no todo son regalos costosos y glamurosos, y que unos calzones gigantes también pueden ser justo lo que uno necesita; una lección de vida.