Una de las primeras cosas que aprendí mientras estudiaba la secundaria y me iba con Martín a trabajar al centro histórico como comerciante, fue que nunca hay suficiente tiempo para comer.
Por las mañanas en el centro histórico, la mayoría de las veces pasaban señores que a la espalda llevaban dos enormes y alargados tanques de plástico, del tipo que utilizan los fumigadores profesionales para rociar su veneno por todos los rincones de una infestada residencia, sólo que en lugar de cargar veneno en ellos, cargaban agua caliente lista para preparar café o té. Ellos nos proveían café y pan para comenzar la jornada con algo en la barriga, pero siempre lo bebíamos después de terminar de montar el puesto. Por la carga de trabajo, hubo días en que ese café lo tomamos frío y hasta después de medio día.
Por las tardes las calles ya se encontraban abarrotadas de gente de todas clases sociales, color de piel y hasta país de origen, así que los pocos minutos que teníamos para esa tarea los aprovechábamos al grado de terminar entre gritos, empujones y zarandeadas, una de esas famosas tortas gigantes de nombre “la niño pobre” (con más ingredientes que una cubana) en tan sólo 5 minutos.
No había día que no estuviéramos a punto de darle la primer mordida a la torta cuando una marchantita ya te estaba preguntando algo como:
-¿De a cómo la ropita, joven? -Y con la boca hecha agua, uno se limitaba a responder mecánicamente:
-Tengo de 30, 50 y 90 pesos, jefa –Al tiempo que señalaba los vestiditos para muñecas que también nosotros hacíamos y vendíamos. Algunas compraban y otras se seguían sin siquiera bajar las aparatosas bolsas que llevaban cargando desde quién sabe cuantas cuadras atrás.
Recuerdo días en que la torta se quedó con dos o tres mordidas y no la pude terminada hasta que el puesto estaba de regreso en la bodega y el pan ya comenzaba a endurecerse en algunas partes.
Cuando por fin tenía un minuto libre para comer, realmente lo aprovechaba y así nació esta costumbre de poner por encima al trabajo que a los alimentos.
Muchos años después, cuando trabajaba como segundo de jefe de seguridad, me encontré con un dominicano que ya estaba entrando en los 40 y que se había quedado aquél día como jefe. Mi trabajo era asistirlo en las decisiones que tomara y así hice. Cuando llegó la hora de la comida hice lo que habitualmente, mandé a los elementos de seguridad en turnos de dos en dos al comedor y por supuesto, al final comíamos el jefe y yo. Casi todos habían pasado y habían comido en lapsos de 30 minutos, pero los últimos dos se habían demorado cinco minutos. Así que me dispuse a subir para pedirles que ya bajaran y nos dieran la oportunidad de comer al dominicano y a mí, pero el dominicano me detuvo y me dijo que sólo los mirara para ver qué hacían y que después bajara a reportarle. Así hice, los encontré justo en el momento en que terminas de comer y te reclinas sobre tu asiento para dejar que la comida pase. Los miré y ellos me miraron, les sonreí y luego bajé. Le dije al dominicano lo que había pasado y me dijo
-Déjalos. La hora de la comida es un momento especial. El momento en que el cuerpo y el alma se nutren a través de los alimentos debe de ser sagrado.
Ese día cambié la manera en la que presionaba a los elementos de seguridad para comer y me limité a decirles antes de que iniciaran que se dieran prisa y pensaran en los que comerían después de ellos. Ese día valoré la hora de la comida para los demás, pero no para mí, pues continué poniendo el trabajo por encima de mis alimentos.
Los años han pasado y no me he podido deshacer de ese feo habito y hay días que ni siquiera desayuno y no pruebo bocado hasta después de terminar de trabajar. Tan sólo en los últimos siete días recuerdo tres días donde no desayuné, ni comí, pero ayer mi mamá, sin saber de esta situación de la que les platico, me escribió lo siguiente:
Me recuerdo… muy, pero muy, melindrosa para comer. No me gustaban muchas cosas, al margen de ser muy pobres; ya mi alimentación de por si era precaria y un poco yo tan quisquillosa, pues acababa con el cuadro. Tuve que trabajar al salir de la primaria y en pleno crecimiento tenia que trabajar largas jornadas y la mayoría de las veces sin alimento en el estomago, eso provocaba que me desmayara constantemente.
Tenia una fuerte anemia; castigaba mi organismo de muy fea forma y constantemente tenia que estar de visita con el médico. Un día platicando con el doctor me comento que incrementaría la dosis de vitaminas y refunfuñando le dije que ya no me diera tantas, pero me dijo algo que cambió mí forma de pensar:
-ESTÁS EN UNA EDAD EN LA QUE EN CUALQUIER MOMENTO TE PUEDES EMBARAZAR, Y CON UN ORGANISMO TAN PRECARIO, DIME ¿QUÉ LE PODRAS OFRECER?
Yo, en ese momento ni siquiera había pensado en lo que el acababa de decir, pues no había conocido al hombre con quien compartiría mi vida, pero el doctor era un gran sabio y me dejo pensando. Desde ese día procure poner más atención a mi alimentación.
Pasó tiempo. Mucho tiempo. Un día se dio el milagro y en mi vientre anidó una vida nueva. Todo cambio para mí y me propuse crear al ser mas hermoso y perfecto; calcio para sus huesos, proteína sus para tejidos, hierro fosforo y todas las vitaminas que sólo se encuentran en la una alimentación balanceada. Comí lo que nunca había comido: hígado, pescado, leche, huevo, etc. Era muy desagradable para mí, pero pongo a Dios por testigo que nunca me pesó, al contrario, sabía que era lo mejor para mi bebé, porque estaba creando un ser perfecto y así fue. Llego a este mundo un ser hermoso con estatura y peso excelente, al igual que muy inteligente según el estudio que le hicieron.
Sus primeros años fueron cuidados al igual que su alimentación para que tuviera un buen desarrollo.
Creció sano y fuerte, y hoy es el gran amor de mi vida.
Por ese motivo hoy estoy aquí, escribiendo, y en cierta forma reclamando… Sí, mi voz es de reclamo, porque hoy me da tristeza que ese ser que amo, no cuide mi gran obra y la tome como cualquier cosa. ¿Por qué no le da un nutritivo desayuno, una rica comida y una agradable cena? ¿Por qué descuida mi gran obra y no entiende que tiene la responsabilidad de cuidar un cuerpo que le regaló una madre, que aunque muy pequeña, trato de dar lo mejor para regalar vida? ¿Dónde queda mi trabajo hecho con tanto amor?¿Porque no cuidar el regalo más hermoso que alguien puede dar… la vida?
Te amo hijo mío.
Atte: el ser que más te quiere en este mundo, tu mami.
Evidentemente me partió el corazón y me puso a pensar en que tal vez nunca pueda hacerlo por mí, pero sí por el amor que le tengo a mi mamá. Por respeto a su sacrificio y obra. Tal vez debo de comenzar a pensar en alguien que aún no ha nacido y que si no me alimento bien ahora, no le podré hacer el regalo que mi mamá me hizo a mí.
Tal vez es momento de que todos comencemos a pensar en cuidar de nosotros y de lo que nos rodea, no por nosotros, sino por aquellos que aún no han nacido.