Una historia de amor con un final feliz

Kris Durden

 

Kris Durden
Kris Durden

No recuerdo cuándo fue la primera vez que la vi, pero sí recuerdo la primera vez que llamó mi atención. Yo era un amante fiel y devoto del metal, que gozaba de tocar la guitarra en cualquier hora que los maestros otorgaban como “libre”. Durante una clase donde el maestro no se había presentado, comencé a cantar a todo pulmón una canción para divertir a mis amigos (con pena admito que esta era “La ley del monte” de Vicente Fernández), y en realidad lo estaba haciendo bastante bien cuando de pronto me quedé sin letra. No sólo no la recordaba sino que no me la sabía. La había escuchado un par de veces del radio del vecino, pero en realidad nunca le presté atención. Antes de que me diera por vencido, una dulce voz atravesó el salón y continuó donde me había quedado. Me quedé paralizado sólo de pensar que una chica me estaba siguiendo. Inmediatamente recorrí el lugar con la vista para ver si encontraba a la chica, pero esta guardó silencio. Le pregunté a uno de los compañeros y sólo pudo indicarme de dónde creía que venía. Caminé en esa dirección y pregunté de nuevo a otro de los chicos, este me dijo que era más adelante. Comencé a acercarme intrigado a los lugares más cercanos al pizarrón (la zona de los aplicados) pensando que debía de ser un error, pues las chicas listas no sólo me miraban como un bicho raro, sino más como el portador de algo muy contagioso capaz de secarles el cerebro. El portador del virus de la estupidez.

Miré con extrañeza a uno de los chicos que se sentaba en esa zona y atinó a señalar con la cabeza a una niña blanca sentada justo delante de él. Recuerdo el moño blanco que llevaba para sujetar el hermoso cabello castaño claro; peinado en una coleta y que caía lacio por debajo de su nuca. Ella ni siquiera había alzado la mirada y seguía trabajando en su cuaderno.

-¿Tú seguiste cantando? –Pregunté incrédulo.

-Sí –Dijo al tiempo que salía del trance en el que la tenía su cuaderno, y me miró dibujándose en el rostro la sonrisa más linda que hasta ese momento había visto. Sus ojos café, tan claros como su cabello, brillaron aun más y por un momento sentí el corazón palpitarme hasta la garganta. Yo sabía que iba en el mismo salón que yo, pero no recordaba haberla visto antes. Los nervios me abordaron y dejé que la estupidez brotara de mi boca.

-¡Enséñame qué más sigue! –Pensé que estaba abusando de mi buena suerte. Encontrar una chica linda que te siga el juego por un momento es una cosa, pero encontrar a una chica linda que te siga el juego en el momento que lo ordenas es otra. Para mi sorpresa, sin perder la sonrisa y la buena actitud, cantó.

Estaba impresionado, pero mi demonio de la estupidez no estaba satisfecho y de la nada comencé a cantar una canción completamente diferente.

Tragos de amargo licoooooooor! -La miré y me supe que todo había terminado. Ella tenía cara de “Qué demonios le pasa a éste”. Me sentí abrumado.

Que no me hacen olvidaaaaaaaar! –Continuó ella inmediatamente.

Y me siento cómo un cobarde, que hasta me pongo a llorar! –Terminamos los dos.

Morimos de risa y cantamos un par de rolas feas más, y los compañeros no pararon de reír.

Aquél día por la noche pensé mucho en mi nueva amiga. Pensé que tal vez algún día podría ser algo más que una amiga.

Unas semanas después, yo me seguía juntando bastante con mis amigos y ella con sus amigas aplicadas, pero a ratos nos juntábamos para debrayar. Cada momento que pasaba con ella descubría algo nuevo y divertido de su persona. No sólo era linda, sino también inteligente. Era sumamente empática y todo el tiempo tenía una enorme y linda sonrisa. Una sonrisa que no importa qué tan mal la estuvieras pasando, te hacía sonreír. Pero eso fue todo; con el tiempo me di cuenta de que también le gustaba el metal y los deportes rudos. Podíamos mantener pláticas que me hacían sentir tan a gusto como con cualquiera de mis amigos.

Mis calificaciones andaban mal por aquél entonces y durante muchos años esto no cambiaría, pero los años que estuve con ella en clases, me ayudó a pasar uno que otro examen. Le interesaba que subieran mis calificaciones y créanme que logró hacer más que cualquiera de mis profesores (todos fueron pésimos apasionando a sus estudiantes por la materia que impartían. Seres que iban por un sueldo, a ver jovencitas inocentes e intercambiar uno que otro chiste malo), pues mi problema no era de aprendizaje, sino de actitud.

Un día nos sentamos un grupo de chicos y chicas a leer unas historias cortas, pero muy eróticas, y para ese entonces ella ya se había mesclado perfectamente con la escoria de mis amigos (y lo mismo pasaba conmigo y sus amigas inteligentes. Lo bueno y lo malo del salón se había mezclado y ahora todos nos entendíamos bastante bien). Tocó el momento de que ella leyera. Ella rió sin pena y comenzó a leer sin titubear. No paré de ver sus labios que con cada palabra me provocaban más y más deseos de besarla. Decidí que quería que fuera mi novia.

Por la noche me junté con Martín y Juan Carlos (mis amigos de toda la vida) y les conté que había una chica que me había comenzado a gustar. Toda la noche estuvieron dándome consejos de cómo decirle lo que sentía. Realmente estaban emocionados, pues nunca les hablaba de ese tema. Esa noche no pude dormir, pues todo estaba dicho y a la mañana siguiente le declararía mis sentimientos.

Por la mañana la vi llegar y bromear un poco con mis amigos, así que decidí abordarla en otro momento. Esperaría al receso, así que decidí evitarla toda la mañana. Cuando llegó el receso se rodeó de sus amigas, que para ese entonces también eran las mías y decidí que encontraría un momento mejor. A la salida decidí que podría alcanzarla y decírselo todo, pero me encontré con que mis amigos ya me estaban esperando para que les dijera qué pasó. Les mentí y les dije que no había ido. Ellos vieron un par de chicas que les gustaron y fueron tras ellas. A las 4 de la tarde los dos tenían novias nuevas.

Al día siguiente pasó lo mismo, y al siguiente lo miso, y así hasta que terminó la semana. Todo el fin de semana me mentalicé para que el lunes fuera el día definitivo. Y me mentalicé a tal grado que me convencí de que convencí a todos mis conocidos que el lunes por la tarde tendría novia nueva.

Cuando llegó el día esperé nuevamente el momento oportuno y este llegó cuando pidió permiso para ir al baño. Inmediatamente pedí permiso para salir detrás de ella. La seguí y la vi entrar al baño, pensando que sería una estupidez contarle todo cuando su vejiga estaba por explotar. Así que entré al baño de hombres y esperé a que saliera, para salir sorpresivamente cuando ella pasara por enfrente y sin más soltarle toda la sopa. Aguardé en un lugar oscuro y apestoso a orines a que saliera. Cada segundo me pareció un minuto y cada minuto me pareció una hora. De pronto escuché abrirse el grifo del baño de niñas. La oí lavarse las manos y luego secárselas. Escuché sus pasos andar hacia mí y sentí la adrenalina recorrer mi cuerpo. Salí justo en el momento que pasaba. Miré su rostro pasar de la serenidad a la sorpresa y luego a la felicidad. No le permití decir nada y con la misma espontaneidad con la que había cantado la primera vez que crucé palabra con ella, comencé a hablar de lo que sentía por ella.

Ella escuchó inexpresiva y cuando terminé guardó silencio por algunos segundos que esta vez me parecieron horas.

-Sí –Sonrió y añadió –¿Por qué no?

No lo creía. Ahora yo era el que sentía la vejiga llena en un ataque de nervios. Antes de que pudiera moverme ella se acercó a mí y me besó.

Pasé los mejores años de mi vida a su lado. Disfrutamos del cine juntos. Salidas al parque. Fuimos a conciertos. Conocí a su familia y ella conoció a la mía. No la pasé nunca tan bien con ella como con ninguna otra persona. Me encantaría decir que fuimos felices por siempre, pero sólo hubo un pequeño detalle que nos lo impidió; en realidad yo no salí del baño cuando debía de salir. Jamás le dije lo que sentía y ella siguió de largo su camino.

En aquél momento me convencí de que si no podía hacerlo ahí. Cuando más solos estábamos, no podría hacerlo nunca. La dejé subir al salón de clases y luego la dejé seguir con su vida. La vi tener uno que otro novio y después desapareció para siempre.
Yo nunca sabré realmente qué habría pasado entre nosotros de haber tenido el valor de contarle todo. A estas alturas cada día me convenzo más de que me habría preferido como amigo, pero moriré sin saber realmente qué hubiera respondido. Nunca pensé que en el hubiera, hubiera tantas penas.

Esta es una de las pocas cosas de las que me arrepiento. Espero, amigo lector que no caigas en la trampa y tengas que vivir torturado por la incógnita.

Anímate, díselo y sé feliz con cualquiera que sea la respuesta.

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