¿Vale la pena seguir escribiendo?–Me pregunto algunas noches y la respuesta no tarda en llegar.
La luz es cálida y miro a las personas moverse con delicadeza y elegancia por la habitación, cosa que no me extraña pues no sólo son mujeres, sino las más inteligentes y con gustos exquisitos, que conozco.
Estamos en la sala Ernest Hemingway de Pengüin Random House México, con un librero del tamaño del muro más grande de la habitación, repleto de libros del piso al techo. Algunas veces, me he sentado en esos confortables sofás de cuero y me he quedado a darle una ojeada a los libros de Stephen King. Otras veces no paro de leer los títulos de la incalculable cantidad de libros que no he leído. Mientras paso las yemas de los dedos delicadamente por el lomo de los libros pienso en aquellos que me han cambiado la vida. Recuerdo los miserables de Víctor Hugo como un faro en la oscuridad que me mostró que no puedo elegir las circunstancias pero sí quien soy, la enseñanza de Buda y muchas de las parábolas que me dieron fuerza cuando ya no sabía de dónde sacarla, los cien años de soledad de García Márquez y comprendo lo fugaz de mi existencia, o Mar negro de Bernardo Esquinca para recordar que los sueños también se pueden cumplir en México, siempre y cuando se trabaje duro en ellos.
Miro ese enorme librero y pienso en todas las letras que me quedan por asimilar y las lecciones que me quedan por aprender.
Procedemos a la grabación, que es el motivo por el cual fui. Termino fascinado por más de un título.
Mientras levantamos nuestras cosas, un silencio se crea, y puede o no ser incómodo, pero habiendo gente en la habitación, yo prefiero la interacción.
Hago preguntas, bromas e intercambiamos opiniones sobre algunos autores y sus obras. Salgo de ahí con un libro de regalo en las manos, pero no sólo eso, salgo encantado de encontrar una mujer más apasionada por las letras que yo. No sé cuánto tiempo charlamos de King, Arriaga, Márquez, Benito Taibo y más autores, pero para mí ha sido tan agradable que pareció sólo un parpadeo.
Camino por esos amplios e impecables pasillos para subir a uno de los 8 elevadores que tienen y salir del complejo repleto de cámaras y vigilantes.
En el camino no paro de reflexionar en las vidas de todas esas personas que osaron plasmar un poco de ellos sobre textos y que ahora han cambiado el curso de lo más importante que tengo, que es mi propia vida.
Palabras que llegaron de más de cuatro mil quinientos años atrás, cuando existió Siddharta Gautama y alcanzó el estado de Buda, o de un Stephen King de veintitantos años que ya no existe, a pesar de que tenemos su versión de 69 años.
Llego a mi lugar y me siento a leer a los próximos columnistas de IdeasQueAyudan y me topo con un contemporáneo Javier Garrido que remueve mis sentimientos desde el otro lado de la ciudad, tan solo por haberse sentado una noche antes a escribir una columna que habla sobre la disciplina.
Termino el día movido de pies a cabeza, pero con una sonrisa más grande de las que habitualmente se me ven.
¿Vale la pena seguir escribiendo? Vale cada maldito instante que dedico a teclear, pues aunque muchas veces siento que soy minúsculo e irrelevante, siempre habrá alguien ahí afuera, en algún tiempo distante, a quien le sirvan estas palabras. Incluso, ese alguien puedo ser yo mismo, pero con algunos años encima.
Puedo imaginar un yo sin pelo, con canas en la barba, algunos dientes menos y manchas de la edad en la piel, pero con una gran sonrisa, porque hizo lo que tenía que hacer cuando tuvo la oportunidad: escribir.
30 años y escribiendo me doy cuenta de que la vida aun tiene una gama de sabores tan amplia que moriré sin probar todas sus combinaciones.
¿Quien sabe?, quizá un día yo sea ese tema de conversación que una a dos apasionados de las letras y a partir de ahí comience una nueva historia en la vida de dos extraños. O quizá pueda ser el la luz que le muestre el camino a un adicto. O quizá sólo ayude a que un imaginante no se pierda en el camino.
Comencé a escribir para vivir y ahora escribo para no morir.
Carlos Fuentes