Detestaba las películas de terror porque siempre tenía pesadillas. A veces bastaba sólo con apagar la luz para que su imaginación comenzara a formar siniestras siluetas que buscaban ahuyentarle el sueño. A Sofía no parecía ponerla de mal humor nada. Ni las constantes peticiones de su jefe para que se quedara un turno más en la tienda o las miradas lujuriosas de los clientes que visitaban la joyería, y mucho menos las largas distancias que tenía que recorrer diariamente para llegar o regresar de su trabajo (Hora y media por viaje), pero si algo comenzaba a irritarla era que ya entrada la noche, la gente comenzara a hablar de brujas, duendes o espectros.
Aquella noche tomó el metro y luego la combi, como habitualmente hacía. Ya estaba cerca de casa y con la grata idea de llegar y aspirar desde el jardín el aroma de las enchilados o los sopesitos, entrar en la casa y encontrar a su mamá, con la cena a punto de servirse y a su papá ya en pantuflas, ayudándole poniendo la mesa, cuando un par de chicos que habían estado hablando del próspero futuro de Ecatepec comenzó ahora con las pobres almas en pena de los asesinados a manos del crimen organizado. Sofía, como cualquier persona cuerda le temía al crimen organizado y tomaba sus precauciones, pero los espectros, víctimas de una balacera en un antro, le provocaban un irracional temor del cual no se podía escapar fácilmente. Dio gracias por tener que bajar en la siguiente esquina, pero los odió por dejarla ir con esas ideas en la cabeza los próximos 400 metros que faltaban por recorrer a pie.
Al bajar de la combi se encaminó sola por la avenida principal. Siempre bien iluminada y con bastantes personas recorriéndola, pero las obras del nuevo distribuidor vial ya habían comenzado. Era muy temprano para que los trabajadores ya hubieran llegado y muy tarde para que los carros siguieran circulando por esa área. Aun así el paso había sido cerrado, incluso para los peatones, pues las monumentales moles que se encargaban de transportar una magnánima cantidad de concreto en forma de bloques ponían en riesgo a cualquier persona que pasara por allí. Sofía no tuvo otra alternativa que comenzar a caminar entre calles. Al principio se fue siguiendo un pequeño grupo de personas, pero se fueron dispersando poco a poco. Ya iba a la mitad del camino cuando al fin se encontró sola. Decidió que la forma más rápida sería ir por detrás de la primaria, pues estaba bien iluminada y el parque tenía muy poco de haber sido remodelado. Los vagos ya no se juntaban ahí, pues la cobija de las sombras bajo la que se refugiaban, había sido disipada.
Cuando pasaba por el zaguán de la parte trasera de la escuela que la vio crecer de los 6 a los 11 años, le vino a la mente la leyenda de la bailarina y el payaso aparecidos en el patio trasero. Imaginó el malévolo ojo del payaso asomándose por las rendijas del zaguán y dejando entrever su desdeñosa sonrisa. Aceleró el paso y casi pudo sentir la curtida mano enguantada, alargándose en pos de ella y justo en ese momento un bloque de concreto golpeaba uno de los transformadores de luz principales de la colonia, Sofía quedó a oscuras, sin poder contener un agudo grito. Comenzó a avanzar lo más aprisa que pudo ayudándose con la mano a tientas de la pared, cuando llegó a la esquina se encontró con una calle aún más oscura, pues la luna no alcanzaba filtrar su luz a través de los edificios, pero lo peor no era eso, sino que había un bulto a mitad de la calle y parecía moverse. Buscó una alternativa, pero las calles aledañas tenían peor fama que el barrio bravo de Tepito. Se adentró en la calle y se acercó con la esperanza de que sólo fuera un bulto de lona con gatos dentro en busca de alimento, pero unos sollozos la obligaron a olvidarse de esa idea. Efectivamente, era una niña de unos 7 años, con un vestido floreado, sosteniendo sus rodillas y tal vez asustada por la oscuridad. “Ayudar”, fue lo primero que le pasó por la cabeza a Sofía, pero la voz de su padre resonó en su cabeza “No creas nada de lo que dicen y de lo que tus propios ojos vean, sólo cree la mitad”. Sin duda podría ser una trampa para asaltarla o hasta secuestrarla. Le dolía hacerlo, pero pensó que si algo salía mal, el portero de la escuela no saldría veloz en su ayuda, o de las jaulas para estacionarse no saldría uno de esos pocos policías incorruptibles con el arma en la mano, siendo un héroe, y evitando un posible secuestro o violación. Si los postes no se hubieran quedado sin luz, la situación tal vez podría haber sido otra; aunque no muy diferente. Se dio media vuelta y se dispuso a regresar sobre sus pasos unos cien metros para tomar otro camino más largo, pero tal vez más transitado. “No me dejes sola” creyó escuchar Sofía, pero ya no iba a mirar atrás. Al dar la vuelta en la esquina para encontrar de nuevo el parque y pasar otra vez por el zaguán de la escuela se encontró con la misma niña, de pie, a menos de medio metro de ella. No fue capaz ni de salir corriendo pues la niña ya le había tomado la mano. Se sintió extraña. Era como si una fuerza invisible e incomprensible la atrajera y se llevara toda su fuerza. Se estaba llevando su vida con sólo sujetar su mano.
- No me dejes sola –Dijo la niña con una voz tan natural como la de cualquier otra niña mientras la sujetaba con una mano tan tangible como la de cualquier otra niña -. Promete que no me vas a dejar sola.
- ¡Suéltame! –Se sorprendió Sofía al ver que aún podía hablar, pero estaba por romper en llanto -. Yo no te he hecho nada. Por favor.
- No quiero estar sola. Quiero que te quedes conmigo.
- Por favor –El ahora ya no tan irracional miedo de Sofía se apoderó de ella. Empleó todas sus fuerzas en zafarse de la niña, pero no lo consiguió; y no era que la niña fuera muy fuerte, sino que, ni con toda la adrenalina encima, conseguía juntar energía para huir.
- Entonces, deja que Dana se quede.
Dana era la sobrina de Sofía. Hija de su único hermano. Todos decían que era una copia exacta de Sofía. Tenía los mismos gestos y hábitos que ella a su edad. Emma apenas tenía 6 años y era un amor de niña. Amada por sus abuelos y aún más por la propia Sofía. Era impensable hacer pasar a Dana por esa situación. Prefería dar la vida por ella o por cualquiera de sus familiares.
- ¡No, a mi niña no! –La energía y la cordura la estaban abandonado con velocidad.
- Dime si te quedas tú o ella.
- No –Dijo ahora hiperventilada y con el corazón palpitándole en los oídos -. No, no, no, no, no, no… -Siguió moviendo los labios pero ya no salía sonido de ellos. La niña presionó ligeramente su mano y Sofía aspiró una gran bocanada de aire -. No te dejaré sola, pero deja en paz a Dana.
- ¿Lo prometes?
- Lo prometo –Las sombras parecían haber cobrado vida y comenzaron crecer de una manera desmedida. Tenía miedo de ser consumida por ellas y de lo que fuera a pasar después.
- Dime que nunca me dejarás sola.
- Nunca te dejaré sola
- Ni yo a ti.
Las sombras no sólo la envolvieron, sino que la inundaron y se desvaneció. Todo fue negro.
Soñó que caminaba cerca de las faldas de un cerro. Sabía que se encontraba a las faldas del Ehécatl, pues delante de ella descansaba la piedra del sol. Desde ahí alcanzaba a ver todos los cerros aledaños y los diminutos pueblos que buscaban emerger entre una abrumadora cantidad de vegetación. El día era claro y muy hermoso. El viento sopló y en él venía un susurro. “Aquí estoy”. Cuando miró en aquella dirección se encontró con tierra ardiendo. Un remolino de fuego que tocaba las plantas, pero no las quemaba. El fuego se apagó y de la tierra emergió brea. Se extendió hasta ella y cuando la alcanzó comenzó a trepar por sus piernas. Era cálida y no sintió miedo.
Cuando abrió los ojos se encontró rodeada por personas mayores y triciclos de comida.
- ¿Niña, estás bien? –Dijo una señora morena y seca, de eterno mandil a cuadros -. Qué bueno que te vio Don Ambrosio. Que si hubiera sido otro, ya estarías bolseada y manoseada.
Sofía la miró desconcertada y tardó en darse cuenta de que era Consuelo, la señora de los tamales; amiga de su mamá desde que llegaron a vivir a Ecatepec.
- ¡Y la niña! –Dijo sobresaltada, pero Consuelo la pescó antes de que se pudiera poner en pie.
- Tranquila, muchacha. No me digas que venías con tu sobrina –Se persignó subiendo la mirada al cielo y contrayendo su rostro en una clara mueca de angustia -. Dios mío santísimo, por favor…
Antes de poder decir algo más, el papá de Sofía apareció entre los curiosos. Llevaba sus pantuflas, cosa que, sin saber por qué, tranquilizó a Sofía.
- Don Javier, dice que traía a la niña.
- ¿Hija, estás bien? ¿Qué pasó?
- Me desmayé, sólo eso –De pronto pensó que hablar de una niña fantasma frente a todas esas personas no parecía la mejor idea.
- Pero dice que traía a su sobrina… -Repitió consuelo.
- No, no se preocupe –Respondió don Javier-. La niña se acaba de ir hace cinco minutos con sus papás, estuvo todo el día con nosotros.
- ¡Ay gracias a Dios! – Dijo consuelo con alivio y persignándose nuevamente.
- Don Ambrosio, regáleme un pan para la chamaca.
Don Ambrosio, el señor del triciclo del pan, sacó un bolillo de la enorme caja de huevo bajo la canasta de pan de dulce y se lo extendió a Sofía. Al mismo tiempo Consuelo se incorporaba y se apresuraba a servirle un poco de champurrado. Sofía recibió todo lo que le dieron y en compañía de su padre se encaminó a casa.
Cuando encontró el valor de contarle a alguien, fue a su hermano, Eric. Él era médico y siempre había estado abogando en su favor, siempre con sus grandes diálogos bien fundamentados. Había recurrido a él no sólo por dicha confianza y sus conocimientos, sino por ser un gran escéptico. Después de escucharla con atención le hizo una serie de preguntas sobre sus hábitos alimenticios y la carga de estrés en el trabajo. No pudo explicar con exactitud qué había pasado, pues ese tipo de “alucinaciones” no eran posibles ni con la peor de las dietas. Le pidió que fuera a hacerse unos estudios a su lugar de trabajo y ella fue. Descartó algún crecimiento de células anormales en el tejido cerebral (Cáncer). Eso le dio alivio a él, pero sólo la atemorizó más a ella. ¿Entonteces qué fue lo que vi?
***
Unos meses más conoció a Cristian, un hombre unos cinco años más grande que ella, pero con muy buenas intenciones. A Sofía le habían roto el corazón las suficientes veces como para no tomarse la relación muy enserio, pero poco a poco él le demostró que sus planes eran sinceros. No quería que ella eligiera entre sus sueños o él, sino que las dos cosas se dieran juntas. Dos años más tarde se casaron y la boda fue en la playa. Con arduo trabajo compraron una casa en el sur de la ciudad y sólo fueron a Ecatepec los fines de semana, a pasar el domingo en casa de los papás de Sofía. Uno de aquellos fines de semana, sus padres habían ido a la iglesia y decidieron, sin cruzar palabra pero sí bastantes miradas, que sería bueno jugar a los adolescentes y hacer travesuras mientras la casa estuviera sola. Subieron a la habitación que por muchos años fue de ella e hicieron el amor con la energía de un par de adolescentes. Esa tarde quedaron embarazados.
***
Emma era la niña más inteligente de su clase. Muy sociable y competente, Algunas veces la sorprendían con los ojos cerrados, simplemente sintiendo el sol sobre su rostro y los dedos extendidos para rosar la brisa que pasaba entre ellos. Sin duda no era algo normal para una niña de 5 años. Todo el tiempo daba lecciones de lo bello que era estar vivo. En alguna ocasión se malhumoró porque su abuela mató a una mosca, aunque después de dejar claro que pensaba que eso no era correcto, su hermosa sonrisa no tardó en regresar. A pesar de parecer un maestro Zen la mayor parte del tiempo, Emma también era una niña, pues cuando comenzó a dar sus primeros pasos se emocionó mirando sus pequeños pies haciendo lo que ella les indicaba que deberían de hacer. Caminar. Se volvió loca al escuchar sonar la cornetilla de los helados, no podía contener un grito de felicidad y se acercaba con prisa al bolso de mamá donde aguardaban los 5 pesos que la harían la poseedora de un manjar como sólo podía ser la nieve de limón. Miró con sus enormes y avellanados ojos incrédulos, cómo el color azul se volvía verde cuando vertías en él un poco de amarillo. Sin duda muchas cosas eran nuevas para ella. Sofía la miraba y pensaba que esa niñita era el logro más grande de su vida. En compañía de cualquier persona, de su familia o no, Emma se comportaba como una niña muy sociable e independiente, pero cuando la dejaban sola, toda su seguridad desaparecía y su llanto buscaba atraer la atención de alguien. Por las noches no podía dormir sola en su cama y tenían que esperar a que cerrara los ojos y se durmiera para poderse retirar. Lo entendían porque era pequeña, pero en algún momento tendría que hacerlo sola; aunque para eso faltara bastante.
Una noche, Cristian y Sofía se encontraban sentados en el comedor, tomando una taza de café y mirando dormir a Sofía. Las cosas no marchaban bien en el país. La nación se había ido a pique tras la salida del presidente menos apto para manejar a un país. En redes sociales decían que les habría ido mejor con un mono mayordomo en la silla presidencial, pero ya no había marcha atrás y la culpa no era de otro, más que del mismo pueblo. Esa generación tomó su decisión y sus hijos serían los que la pagarían.
La casa estaba hipotecada, el gas estaba por terminarse, los recibos de la luz e internet estaban por vencer y eso sin mencionar que llevaban un tiempo sin crédito en el teléfono celular. Estaban considerando vender el auto, pues la gasolina se había disparado al punto de que muchos comenzaban a utilizar el transporte público y en las calles se comenzaban a ver bastantes ciclistas. Sería difícil venderlo.
Desde niña, no le gustaba que la vieran llorar, así que esperó que Cristian se fuera a dormir. Lloró en silencio, como siempre y después se quedó mirando a la nada, con la fría taza de café entre los dedos. No parecía haber salida honesta de esa situación. El comercio informal comenzaba a reinar. Pronto, la industria privada retiraría sus inversiones del país y con ellas se irían las jugosas sumas de dinero que pagaban al SAT. El gobierno comenzaría por desaparecer los programas culturales. Bajaría los sueldos de los funcionarios públicos como policías y burócratas de baja jerarquía. La delincuencia se apoderaría de las calles de la nación y el narco tráfico tendría que sustentar al país de modo que…
- Mamá –Dijo Emma con su dulce voz, mientras la miraba desde el sofá -. Yo sé cómo ayudarte. A ti y a mi papá.
- Mi amor, pensé que estabas dormidita. Ya es tarde.
- Prometiste que no me dejarías sola y yo hice la misma promesa.
Sofía la miró desconcertada. La mirada de Emma tenía algo raro. Sus ojos se habían oscurecido. Habían pasado del color avellana a un profundo negro. No era la primera vez que pasaba. En una ocasión que habían visitado a los abuelos de Emma, se les antojó salir al tianguis del llano. Estaba lleno de puesto de ropa norteamericana, puestos de frutas y verduras, y toda una gama de la gastronomía tradicional mexicana. No estaba lejos de casa, así que decidieron ir caminando. Llevaban a Emma en brazos, pues apenas comenzaba a caminar. Le había comprado una nieve de limón que comía con tenacidad y ya regresaban para la casa cuando se dieron cuenta que caminaban frente a la vieja primaria donde Sofía había estudiado. Una serie de recuerdos gratos la abordó y no fue sino hasta la esquina que Emma contempló con una mirada extraña la fachada lateral. Era la calle en la que Sofía había visto la aparición de una niña muchos años atrás. Sofía la notó ligeramente diferente, pero al terminar de cruzar la calle y perder de vista aquél punto, Emma regresó a la normalidad y continuó comiendo su nieve de limón.
- Antes de tenerte a ti y a mi papá, yo tenía otra mamá y papá –Comenzó diciendo Emma, con la misma mirada extraña -. Él era un hombre muy malo. Nos golpeaba.
- Emma, no digas esas cosas feas –Dijo Sofía con voz distante, sin poder dejar de poner atención a lo que decía su hija.
- Un día llegó feliz y muy borracho. Había entrado a la casa de un criollo y le había robado algo muy valioso. Mamá sólo lo miraba con miedo. No había comida en la mesa. Él se enojó y le pegó con el metate. Yo lloraba. La dejó tirada y a mí me llevó con él. Yo quería a mi mamá. Me gritó que me callara, pero yo no podía, aunque si quería. En la calle me sacudió y me aventó al piso. Pegué con algo duro y me dormí. Me llevó lejos. Cuando desperté estaba enterrada. Envuelta en un trapo. Lloré hasta que me quedé dormida. Sé que enterró algo valioso debajo de mí. No quería que nadie lo encontrara, pero lo mataron y jamás regresó. Me dejó sola.
Sofía la miraba boquiabierta y en realidad no sabía qué decir, aunque su mente ya se comenzaba a aferrar a la idea de que la historia que le había contado sólo eran inventos de su activa imaginación.
- Hija –Comenzó Sofía -. Eso no es real. Lo soñaste.
Emma la miró y se dio media vuelta. Regresó al sofá, se recostó y se quedó dormida.
Sofía se le quedó mirando incrédula de lo que acababa de ocurrir y con una creciente sensación de miedo creciéndole en las tripas. No terminó su café. Le tomó en sus brazos y la llevó a su cama. No le dijo nada a Cristian. Al siguiente día se había convencido de que todo fue un sueño.
Dos semanas más tarde, estaban gastando los últimos pesos que tenían. El padre de Sofía le había dicho que cerca de la ahora abandonada granja didáctica de Ecatepec, un vendedor de autos usados ofrecía un precio razonable por su vehículo. Así que el fin de semana fue a probar suerte a sabiendas de que ya no tenía más dinero para rellenar el tanque y terminaría aceptando casi cualquier oferta. Esperaba que la atendiera un hombre calvo y gordo, con cara de vividor y facha de estafador, pero sólo era un hombre moreno con mirada honesta y manos trabajadoras. Al principio platicaron de lo que platicaba todo mundo: el gobierno, la difícil situación por la que pasaba el país, la familia y las promesas de trabajo fuera del país. Emma había permanecido un tiempo viendo la abandonada jaula de los ciervos de cola blanca, pero miraba con frecuencia hacia arriba. Hacia el cerro. Algo llamaba su atención.
Sofía aceptó una cantidad con la que se sentiría cómodo Cristian y se dispuso a caminar hasta casa de sus papás, que no estaba muy lejos de ahí. Caminó en dirección a Emma con una sonrisa. Seguro se podía permitir un pequeño lujo, le compraría un helado de limón a Emma.
- Mi amor –La interrumpió mientras miraba a la nada.
Emma giró la cabeza, la tomó de la mano y la miró a los ojos. Tenía la misma mirada ligeramente diferente. Sus ojos ya no eran avellana, sino negros.
- Mamá. Ven, sé dónde está enterrado.
Sofía se quedó muda ante la revelación. Ahora no había forma de escapar de la conversación de aquella noche. Ahora tendría que visitar a un psicólogo y como andaban las cosas, lo más parecido a eso sería su hermano o un padre. De ser la segunda opción terminarían exorcizando a Emma. La realidad estaba colapsando ante Sofía y no sabía qué hacer.
- Mamá, no tengas miedo. Sólo quiero ayudarte. Recuerda que hay algo valioso que va a hacer que ya no llores.
Emma comenzó a caminar y Sofía decidió que no la iba a dejar sola. Al final era su madre.
La pendiente fue empinada, pero en ningún momento soltó a Emma. A un kilómetro de distancia se detuvieron. Tenían frente a sus ojos la piedra del sol. Sofía no pudo recordar por qué ese lugar le parecía tan familiar, pero unos siete años atrás ella había soñado con ese mismo lugar. Fue el día en que conoció a Emma.
- Aquí es. No está muy profundo, pero tenemos que hacerlo ahora –Emma se inclinó y comenzó a escarbar con sus manitas.
Sofía no lo dudó y la acompañó con una gruesa vara que estaba a la mano. El suelo era seco, polvoso y repleto de piedras. Cada gota de sudor que resbalaba de su frente al suelo era absorbida con frenesí. El sol las contemplo con su habitual paso y ya comenzaba a rosar lo alto del cerro cuando al fin dieron con una tela podrida. Sofía trató de sacarla, pero la tela se rasgó y dejó al descubierto un grupo de huesos. Sintió el corazón galopar con furia en su pecho. Si era verdad todo eso, aquél era el cuerpo de Emma y esa idea le causó vértigo.
- Mamá. Tenemos que seguir. Está debajo de mí y falta poco.
Sofía se apresuró a desenterrar la manta y efectivamente, se encontró con los viejos restos de una pequeña niña de no más de 7 años. Al ver el vestido, los recuerdos de aquella noche regresaron a su memoria. Ya no había más dudas respecto a la veracidad de la historia de Emma. Pensó que ahora tendría que dar parte a las autoridades, pues encontrar un cuerpo humano no era algo de todos los días y seguramente no denunciarlo conllevaría un delito, pero no había delito, porque ese cuerpo de cierta forma le pertenecía. Después de todo era el cuerpo de su hija.
Los depositó con cuidado a un lado y siguió escarbando. A casi nada se topó con un arca. Estaba cerrada con un candado muy viejo, que seguramente no tardaría en ser abierto; en eso se equivocaba, y al extraerlo se encontró con que era muy pesado para su pequeño tamaño. Miró al cielo y se dio cuenta de que ya no tenía tiempo, pronto iba a oscurecer y la zona no estaba como para andar por ahí con una niña de 5 años, un arca antigua y los restos de una niña muerta hacia 500 años. Sofía envolvió bien todo en la vieja manta y comenzó el descenso. Los primeros 500 metros fueron pan comido, pero luego el bulto con el arca y los huesos se volvió cada vez más pesado. Al llegar a la granja, Sofía ya estaba exhausta. Miró a Emma a los ojos y se dio cuenta de que la extraña mirada había desaparecido.
No dudó en parar un taxi y gastar lo que en otros tiempos habría sido una estafa. Al llegar a la casa se encontró con que estaba sola. Los padres de Sofía seguramente habían salido con su hermano y Dana. Subió a la que era su antigua habitación y guardó todo ahí. Esperó hasta el anochecer que ya estaban sus padres en casa y cenaron juntos. Toda la velada Sofía la pasó ensimismada y apenas probó bocado. Durante la noche, durmió con Emma, pero sentía un miedo muy arraigado hacia el cuerpo en el armario. Temía cerrar los ojos y comenzar a soñar con la muerte de su propia hija. Pensó en quemar los huesos, pero pensó que su hija podría morir cuando lo hiciera y mandar su alma al infierno. Dio vueltas en la cama por horas y cuando al fin durmió, no tuvo sueños ni pesadillas, simplemente durmió.
A la mañana siguiente resolvió ir a misa de 7 y pedirle al padre una misa en honor a una niña sin nombre. Le pidió agua bendita y después se confesó. Más tarde fue a la cripta familiar, lugar donde reposaban los cuerpos de los abuelos de Sofía, se sentó un rato y después sacó las pesadas llaves del candado y reja. Hizo que Emma la esperar fuera y cuando estuvo dentro, bendijo los huesos con el agua y los metió en el arcón que contenía las cenizas de su abuela. Miró con pánico en dirección de Emma con miedo de verla desplomada sobre el suelo, ya sin vida, pero ahí seguía ella. Ahora mirando con fascinación a una mariposa que se había posado cerca. Salió y la llenó de besos. Regresaron a casa y eso fue todo. Hasta el día en que Sofía falleció, jamás volvió a ver esa extraña mirada en Emma, y Emma nunca hizo hincapié de recordar aquél capítulo de su vida.
Por la noche llegó su marido por ellas. Hasta ese momento se enteró de que el carro había sido vendido. Por la noche, cuando regresaban a casa, al otro lado de la ciudad, Sofía tuvo tiempo de contarle lo sucedido, sólo que esta vez omitió bastantes detalles; como que Emma era una niña que en su vida pasada había visto morir a su madre a manos del ladrón de su padre y había terminado su vida siendo enterrada viva.
La siguiente semana regresaron por el arca. Los abuelos de Emma se sintieron felices de verla tan pronto y jugaron con ella todo el día. Por la noche Cristian y Sofía sacaron el arcón jurando que lo tenía ella en su habitación desde la adolescencia. A ellos les pareció extraño, pero no lo suficiente como para hacer preguntas. Cuando por fin lo abrieron se encontraron con una fortuna en joyas. La persona que las valuó les pregunto boquiabierto de dónde las habían sacado. Ellos respondieron que el recién fallecido abuelo de Sofía le había dejado el arca a Sofía. El valuador simplemente les dijo que su vida, la de sus hijos y la de sus nietos, se encontraba resuelta. Sólo tuvieron que vender una gargantilla y al poco tiempo la economía del país se reactivó. Eventualmente Emma heredó el arca y después nadie recordó su existencia, pues sólo ellos tres la habían visto. Con los años se volvió un mito que terminó por disolverse en la memoria colectiva.
Algunas veces un descendiente de Sofía pasa por problemas económicos serios y es común que sueñe un remolino de fuego a las faldas de un cerro, pero nadie es tan ingenuo como para ir en busca de dicho lugar.
Por: Kris Durden
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